Cronopio

El presidente y el conflicto

Sin ningún reflejo para salir del paso, el presidente vuelve a la narrativa del complot de la mafia del poder, de los fifís, de sus detractores.

Andrés Manuel López Obrador entiende como pocos la sustancia del conflicto. Ahí reside su idea de la política. Un territorio marcado por los antagonismos en el que se debe inevitablemente ocupar una trinchera. Para el tabasqueño, la política no se define por la disponibilidad al acuerdo, sino por la predisposición a la lucha. El conflicto crea identidades, moviliza, doblega. Es el motor de la historia, del cambio, de la moral. Es la esencia misma de lo político.

López Obrador recela de la política tranquila. Mira con desconfianza esa dimensión que se ocupa de armonizar los intereses en competencia a través de la práctica del consenso. La causa justa no admite concesiones. El acuerdo no es el logro de la razón, sino la claudicación del valor. Y es que la fuerza de su liderazgo se explica, en buena medida, en esa habilidad para trazar y situarse en la línea de las rivalidades. Su éxito político es el saldo de su terca consistencia para mantener vivas y activas las tensiones sociales. Andrés Manuel ha hecho de la intransigencia el basamento de una épica de lucha personal contra los poderosos, la mafia, los depredadores. La prueba irrefutable de la verticalidad de su convicción justiciera. La divisa de su honestidad.

El atributo que desarrolló el luchador social y el candidato se puede convertir en su mayor defecto. El activo que resultaba estratégico para el político opositor es el pasivo más evidente del ahora presidente López Obrador. En la competencia por el poder, los jugadores se diferencian entre sí. Es entendible que se sitúen en extremos para visibilizarse y, también, para acentuar las implicaciones de las opciones o de las decisiones. Es deseable, incluso, que el poder fije con claridad su agenda y movilice a la sociedad a tomar partido. No debe sorprender que el presidente señale a sus adversarios en razón de sus posiciones. El debate, la crítica, el contraste que provienen del poder no son gestos autoritarios que pongan en peligro la convivencia democrática, sino actitudes habituales en una sociedad abierta. Pero lo que sí es un síntoma preocupante es la descalificación moral de los otros. Esta lógica maniquea que sólo reconoce legitimidad y sentido de pertenencia al adepto. Esa actitud que condena al basurero de la historia a toda aquella comprensión de la realidad que desentone del lirismo mayoritario. El dedo flamígero que trata al diferente como enemigo del pueblo.

El reciente episodio de la inauguración del estadio debe motivar en el presidente una reflexión sobre continuar con la estrategia de polarización social que lo llevó al poder. El dato relevante no es el gesto espontáneo de una multitud por definición incontrolable. Las democracias son sistemas políticos que amplifican las sensibilidades y emociones sociales. Nada, pues, particularmente extraño en una reacción colectiva. El problema está, a mi juicio, en la reacción del presidente ante la rechifla. Sin ningún reflejo para salir del paso, el presidente vuelve a la narrativa del complot de la mafia del poder, de los fifís, de sus detractores. En la cosmovisión de López Obrador, no hay tropiezos, consecuencias, reacciones a sus decisiones y estilo de gobernar, sino un plan cuidadosamente trazado por las fuerzas siniestras de las élites. Miles de personas como el brazo ejecutor de la trampa mafiosa. La advertencia metafórica que, tarde o temprano, los vencerá en la última entrada. El presidente que mira a los ciudadanos como potenciales enemigos.

Dividir a la sociedad desde el poder es una apuesta riesgosa. La política, como diría Sartori, no solamente es la trinchera caliente de la consigna, de la parcialidad, del antagonismo. Sin diálogo, entendimiento, empatía, reconocimiento del otro, la política termina en imposición de los más fuertes o los más numerosos. Sin esa dimensión tranquila, no es posible la convivencia armónica entre diferentes. En democracia, las mayorías son contingentes, no eternas. Sirven para decidir. No es un sujeto histórico que ostente el monopolio de la verdad o de la legitimidad. El presidente debe entender que atizar, desde esa mayoría, el fuego de la crispación, de la perversa opción entre el 'conmigo o contra mí', es el camino más corto a la fractura social. Y, ahí, en esa fractura, colapsará cualquier intención o propósito de transformar a México, porque simplemente no habrá México que transformar.

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