La Alianza Federalista ha planteado revisar el sistema de coordinación fiscal para atender tres problemas que se han visibilizado recientemente: uno de tipo estructural y otros dos de coyuntura.
En primer lugar, la crónica debilidad fiscal y presupuestal de los gobiernos subnacionales. Aproximadamente 6 por ciento de la recaudación nacional proviene de impuestos locales, muy por debajo del 24.3 por ciento que promedian los países de la OCDE (Arechederra y Urzúa, 2018). Ocho de cada diez pesos que gastan los estados proviene de la federación. Esto significa que simplemente no pueden subsistir sin las transferencias federales. Pero lo peor: en el promedio nacional, seis de cada diez pesos de participaciones federales están comprometidos como deuda.
En segundo lugar, la contracción económica y la presión de gasto generada por el Covid-19 han estresado seriamente las finanzas públicas federales y locales, tanto para el cierre presupuestal de 2020 como para fondear las políticas y programas en 2021. La epidemia literalmente obligó al cierre de la economía global y está aún lejos de ceder. No es previsible, por asomo, que se recupere en el corto plazo los niveles de recaudación y de gasto.
En tercer lugar, la progresiva concentración de recursos públicos por parte de la federación. En efecto, el Presidente, con sus mayorías legislativas, está empeñado en reducir el gasto federalizado para reasignar recursos a sus prioridades de gasto social y obras de infraestructura. Esta es la causa política, por ejemplo, de la confiscación de los 70 mil millones de pesos de los fideicomisos o el castigo a los recursos federales transferidos vía aportaciones, subsidios y convenios.
¿Revisar la coordinación fiscal implica la ruptura del pacto federal, como se ha sugerido desde el gobierno? Todo lo contrario. El país exige corregir una disfuncionalidad histórica: en 2007, a cambio de salvar el sistema pensionario del ISSSTE, cedimos al chantaje del Estado de méxico: la fórmula de distribución de participaciones premió indebidamente a un estado que tiene mucha población, pero que no tiene ningún incentivo para crecer económicamente, ni para recaudar más.
El presidente pide congruencia en los votos parlamentarios sobre la fórmula. Habrá que pedirle que no se desdiga de lo que peleó desde la oposición. Un botón: su sucesor en la jefatura de Gobierno de la Ciudad de México aportó razones, en una controversia constitucional de 2008, para justificar que el sistema de coordinación es injusto. Cuestionó la facultad del Congreso federal para legislar en materia de coordinación fiscal y, también, la congruencia interna de los mecanismos resarcitorios y redistributivos del precario arreglo federal de coincidencia fiscal (SCJN, dixit).
El sistema de coordinación fiscal es un acuerdo político. Ese acuerdo se ha roto. Ningún orden de gobierno está satisfecho. Quien alude a una ruptura al orden constitucional, simplemente busca a un pretexto para no hacer política, para no dialogar, para no encontrarse con los otros. Le estorba la complejidad competencial del Estado federal.
Nuestro modelo federal surge desde la ficción de la soberanía local. La trayectoria política del Presidente es la mejor prueba de ello: el federalismo incita a una competencia virtuosa entre detentadores de poder, desde el más chico hasta el que concentra todo, ya sea 2006 o 2020. Nadie puede llamar a falta: el hoy Presidente sería el más ferviente apoyador de la Alianza Federalista.
El modelo de coordinación lleva décadas agotado. El Presidente ya se acomodó. Le gusta el statu quo. Es el gran restaurador de la discrecionalidad. La Alianza es un aliento reformista, desde los códigos que el alcalde López Obrador sembró. Ojalá que no se le olvide de dónde viene.