Cronopio

Hablen con el presidente

Roberto Gil Zuarth escribe que más que una oposición ensordecedora a la propuesta de seguridad del presidente, se le deben ofrecer condiciones de diálogo para encontrar mejores soluciones.

Andrés Manuel López Obrador recibe un país con una evidente crisis de seguridad. El poder del crimen se ha expandido hasta extremos que desafían la potestad de control territorial y social del Estado, muy cerca de comprometer su efectividad de dominio. Estamos frente a un fenómeno que se fusiona lentamente con las actividades económicas ordinarias, captura vidas e instituciones, administra con eficacia dosis de violencia para contrarrestar la presión estatal o para resistir el acoso rival. Un monstruo de mil cabezas que se gesta en la vulnerabilidad, se reproduce en la oportunidad y se expande en la impunidad.

Es probable que el panorama de la situación de seguridad que tiene el presidente electo sea hoy diametralmente distinto al que le sirvió para sustentar su oferta de campaña. El gobernante suele sentir el tamaño del problema muy poco tiempo después de que termina el festín del triunfo. Con más información, acceso a datos de inteligencia, contactos con agencias de seguridad, entre otros frentazos de realidad, no hay preconcepción, modelo o propuesta que resista el estrés de las restricciones, de la fragilidad de los equilibrios, de la escasez. Frente a la crisis de seguridad que padecemos, nadie termina por perder la capacidad de asombro, pero tampoco se puede prescindir de la disposición para abandonar, corregir o adaptar cualquier atadura autoimpuesta en forma de compromiso electoral.

No es difícil especular que el presidente electo constató, en estos cinco meses, que el Estado mexicano tiene pocas capacidades institucionales para reducir la inseguridad y abatir la impunidad. Al recibir la administración del país, probablemente se encontró que la demanda de estado de fuerza policial crece a una velocidad sensiblemente mayor que la oferta. La Policía Federal, en estado de abandono; la Gendarmería, como adorno, y las policías locales, en situación de estorbo. Habrá advertido rápido que el federalismo de la seguridad y penal es un abigarrado y confuso sistema de distribución de competencias que no asigna tramos de responsabilidad claros, que carece de premios y castigos eficaces para hacer valer los deberes asignados, así como de remedios institucionales, ciertos y previsibles, para suplir la incompetencia, la negligencia o la complicidad de los jurídicamente involucrados. Dada esa ausencia de capacidades, quizá le encontró sentido al actual despliegue de las Fuerzas Armadas y, en particular, al argumento de necesidad que poco a poco se ha normalizado en nuestras conversaciones públicas: el uso del brazo armado del Estado no es la vía correcta, pero no podemos prescindir de ella, por lo menos en un plazo todavía incierto.

Podemos suponer que el presidente electo fue enterado de la existencia de varios batallones de policías militares y navales. Le informaron, sigo con las especulaciones, que se trata de un proyecto en el cual se han invertido muchos esfuerzos y recursos en entrenamiento y capacitación y que, además, esos batallones han sustituido en los hechos a las policías locales en las tareas de proximidad social. Son fuerzas militares parapoliciales sobre el terreno: policías con uniforme militar, pues. Habrá pensado lo mismo que otros presidentes cuando comparan la reserva de personal de las Fuerzas Armadas vis a vis las existencias disponibles en las corporaciones civiles: transferir, como solución al déficit, ese estado de fuerza a una corporación federal intermedia, al estilo chileno o español. Seguramente no le costó trabajo identificar las restricciones: nadie sacrifica el estatuto funcionarial militar por la precariedad laboral de las instituciones civiles; ningún ejército se autodiluye por goteo; pocas milicias transitan voluntariamente a un modo civil de funcionamiento.

El presidente electo habrá tomado pulso de una circunstancia generada por años de desgaste de las Fuerzas Armadas: la creciente exigencia de los mandos de una base legal de actuación. La fallida experiencia de la Ley de Seguridad Interior y la incapacidad del diálogo social y político para definir la misión democrática de las Fuerzas Armadas en tiempos de paz, seguramente han intensificado esta demanda. No sorprende, por tanto, la tentación de una reforma constitucional para dotar de asidero al despliegue actual, dadas las amplías y verticales mayorías parlamentarias que la sociedad puso en sus manos.

El presidente López Obrador, como cualquiera de sus predecesores, decidirá movido por el sentido de urgencia ante la emergencia. Será seducido por la respuesta cortoplacista: esas opciones que hoy parecen las únicas disponibles. Más que una oposición radical y ensordecedora a la propuesta de seguridad del presidente, se le deben ofrecer condiciones de diálogo para encontrar mejores soluciones. Razonar sus diagnósticos y argumentos, para oponerle serenamente otros. Hacerle ver que con buena política es posible encontrar concurrencias virtuosas para no tener que elegir solo y siempre entre males. A nadie conviene un presidente acorazado en la terquedad, porque nadie le ha tendido una mano para entender de qué va.

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