Cronopio

La retórica de la austeridad

La retórica de la austeridad es el dardo envenenado del desmantelamiento institucional, la mordaza de ignominia para los que se oponen a la forma en la que se asigna el dinero público.

La austeridad es un dardo envenenado. No me refiero al principio de ética pública que exige especial moderación en el uso y aplicación de los bienes y recursos públicos por parte de representantes electos y agentes del gobierno, sino a su manipulación demagógica. Al discurso que demoniza el gasto público y, desde ahí, cuestiona la pertinencia de ciertas instituciones, funciones públicas, derechos o deberes. La trampa que somete la racionalidad de la inversión y gasto públicos a la tensión binaria entre derroches o necesidades. Esa retórica que sirve lo mismo para repudiar las cargas fiscales y la presencia del Estado en las relaciones económicas y sociales, que para desplazar prioridades públicas a discreción del poder. Es esa persuasiva insinuación de que el dinero público estaría mejor en cada bolsillo, ya sea porque nunca debió salir de ahí o porque es más justo repartirlo en partes iguales. La peligrosa seducción de los populistas libertarios de derecha y de los populistas despilfarradores de izquierda.

La retórica de la austeridad caricaturiza la complejidad de la asignación de bienes y recursos por definición escasos. Se aprovecha de las comprensiones imperfectas de orden y magnitud de las personas con el propósito de capitalizar políticamente falsas relaciones de justicia. Desde cualquier experiencia común, no es fácil asimilar qué significan 5 billones de presupuesto público federal. ¿Qué nos dice la cifra en sí misma? ¿Cómo ponderar la utilidad económica y social de 100 o mil millones con información imperfecta y sesgos cognitivos? ¿O qué es más justo? ¿Asignar 4 mil millones de pesos al año para financiar el funcionamiento de los partidos políticos o crear 67 mil nuevas plazas para estudiantes universitarios en la UNAM? ¿Sostener al Poder Judicial de la Federación, al Congreso, al INE o pagar menos IVA? ¿Mantener sueldos públicos o recibir una transferencia mensual de dinero público?

Después de un largo ciclo de derroches, de absurdos privilegios en el servicio público y de corrupción tolerada y alentada desde el poder, los gestos presidenciales de medianía y desapego dotaron de cierta legitimidad y credibilidad a la retórica de austeridad. Pero más allá de los viajes en vuelos comerciales, la frugalidad gastronómica o la sobriedad en la apariencia personal, es difícil ubicar un auténtico sentido de ética pública en el discurso de austeridad del nuevo gobierno. Recortar a diestra y siniestra para reasignar discrecionalmente fondos a otras prioridades o caprichos no es austeridad, sino una coartada para evadir la ley y, en particular, para burlar el destino determinado por la representación popular en el Presupuesto de Egresos. Es, en realidad, la ruta de apropiación del instrumento más relevante de poder después del monopolio de la fuerza física legítima: la capacidad material de mover o retraer al Estado, de vitalizar o anular la economía, de garantizar derechos o vulnerarlos, de hacer efectivos los contrapesos o capturarlos.

El reciente caso del Coneval desnudó la retórica de la austeridad. Para el presidente medir objetivamente la pobreza y evaluar la eficacia y la eficiencia de los programas sociales no es una función que deba ser financiada con recursos públicos. No se justifica, sugiere, gastar 443 millones de pesos si el Inegi o alguna de sus dependencias pueden hacer lo mismo pero más barato. ¿Para qué un edificio, investigadores, viáticos para estudios de campo, agua, luz e internet, si con la encuesta ingreso-gasto del Inegi o con sus propios datos podemos conocer la condición socioeconómica de los mexicanos y la nueva felicidad en la que viven? Me resisto a aceptar que el presidente no sabe cuál es el mandato del Coneval, que no ha reparado en las implicaciones de su transición hacia la autonomía constitucional y, también, que la ofensiva desplegada en contra del órgano no está motivada por el riesgo político que representa que una institución evalúe los resultados concretos de su fórmula de combate a la pobreza. Creo, por el contrario, que la austeridad ha sido invocada, de nueva cuenta, para deshacerse de un incómodo contrapeso. ¿En cuántos nobles propósitos podemos invertir esos 443 millones de pesos que no sirven más que para advertir de la duplicidad, regresividad, ineficiencias, sesgo clientelar o corrupción en los más de 8 mil programas sociales que despliega el Estado mexicano? Levante la mano el que prefiera Dos Bocas, el Tren Maya, Santa Lucía o la pensión universal de los adultos mayores.

La retórica de la austeridad es el dardo envenenado del desmantelamiento institucional. La mordaza de ignominia para los que se duelen u oponen a la forma en la que se asigna el dinero público. El estigma al servicio público para colonizar el aparato del poder. La compuerta para sustituir beneficiarios por clientelas. El ayuno forzado que provoca la debilidad anímica o la muerte por inanición del complejo entramado de equilibrios de la democracia constitucional. La firma en la chequera que recuerda aquella máxima popular sobre el poder: el que paga, manda.

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