Cronopio

Las élites y sus dilemas

El Estado se ha vuelto demasiado lento para atender la expectativa cotidiana y, al mismo tiempo, absolutamente ineficaz para gestionar las realidades de la globalidad.

La democracia liberal es relativamente joven. Las más antiguas y estables, Inglaterra y Estados Unidos, rondan en los tres siglos de existencia. Durante esta corta vida, el binomio entre democracia política y economía capitalista que define el liberalismo ha sido más excepción que regla. Los totalitarismos de corte fascista y comunistas en Europa, las teocracias en Medio Oriente, los autoritarismos asiáticos, las dictaduras militaristas en América Latina han regido por mayor tiempo que el modelo liberal. Si bien durante la ola globalizadora de la parte final del siglo XX trajo consigo un movimiento de cambio democratizador, lo cierto es que el consenso liberal es aún precario. Y, por supuesto, latentes los riesgos de involución autoritaria, de nuevas versiones de nativismo y de una vuelta al proteccionismo económico.

Pero es igualmente cierto que, en su breve biografía, el liberalismo ha sabido corregirse. Encuentro dos momentos especialmente significativos. Hacia mediados del siglo XIX, los saldos de la Revolución Industrial alimentaron la tensión entre la nueva burguesía capitalista y la clase obrera. La conciencia sobre la desigualdad encontró forma en las reivindicaciones socialistas. La lucha de clases sería el motor de la historia y el basamento de las relaciones de dominio. La cuestión social significaba el mayor desafío para la sobrevivencia del Estado liberal decimonónico. Se abrió entonces un dilema para las élites: revolución o reforma. Dejar intocado el sistema agudizaría esa tensión y legitimaría la ruta violenta. Trasladar la cuestión social a la disputa por los contenidos de la ley democrática podría inducir a las mayorías a optar por la vía de la participación política. En la opción reformista coincidieron, por una parte, las élites conservadoras y, por otra, una especial versión de la crítica socialista, esto es, la socialdemocracia. Se encontraron justamente en la universalización del voto y, de ahí, en la pluralización de las instancias de decisión pública, empezando por los parlamentos. En efecto, la salvación de la democracia liberal fue el resultado de una reforma esencialmente política que hizo posible la reforma social: reconocer el atributo básico de ciudadanía a todas las personas.

Otra experiencia correctiva del liberalismo surge como terapia de choque a los fascismos. Las consecuencias económicas y sociales de la Primera Guerra Mundial, con su correlato en la crisis del 29, provocaron una fuerte dosis de descontento y un vendaval nacionalista, sobre todo en las naciones que habían pagado la factura de la derrota. El populismo del hombre fuerte y de la dualidad amigo-enemigo aprovecharon los mecanismos democráticos para asaltar el poder. La democracia entró en crisis, precisamente porque el Estado liberal quedó seriamente deslegitimado en su función de ordenar las relaciones sociales y de impedir la falsificación de la voluntad popular. Las élites enfrentaron un nuevo dilema: Estado de derecho o dictadura. Pero no cualquier Estado sometido a leyes que delimitan de forma negativa la esfera individual, sino a través de la redefinición de las responsabilidades del Estado frente a sus ciudadanos. Es una forma de Estado que no se reduce a garantizar la no intervención: es el ideal normativo del Estado dotado de herramientas de intervención igualadora. En el Estado de bienestar o social de derecho se expresa esa fórmula de compromiso para salvar a la democracia de su desprestigio. La rehabilitación del Estado como plataforma para que cada uno pueda definir y alcanzar su propio plan de vida.

El liberalismo enfrenta una nueva crisis. Por el cambio tecnológico, los ciudadanos de hoy son más poderosos en términos de información y conocimiento, pero paradójicamente tienen menor capacidad de incidir en las decisiones colectivas. La deslocalización del poder democrático se ha verificado no sólo hacia instancias supranacionales, sino a la neodictadura de los técnicos. En la ideología del Estado mínimo, en el imperativo de la austeridad y en las autocomplacencias tecnocráticas, se explica buena parte del descontento social en las democracias contemporáneas. El Estado no iguala a los desiguales, porque se ha abstraído de generar y prestar los bienes y servicios públicos. No pacifica porque los detonadores de violencia lo han rebasado. La crisis de la democracia radica en que el Estado se ha vuelto demasiado lento para atender la expectativa cotidiana y, al mismo tiempo, absolutamente ineficaz para gestionar las realidades de la globalidad.

El nuevo dilema de las élites es democracia liberal o populismo. Un modelo de organización política en el que el Estado se hace presente en lo más próximo a los ciudadanos, lo local, porque ahí se encuentra su legitimidad perdida. Estado prestador de servicios con calidad y calidez para que, en lo público, nos encontremos todos. Estado justo y presente para que nadie sucumba a la tentación de ponerse en brazos de los nuevos hombres fuertes.

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