Cronopio

Netflix desde la mañanera

Sí, la corrupción que viene de atrás continúa galopante en la cuarta transformación, igual de extendida y en algunos casos mucho más sofisticada.

La impunidad, la ineficacia de la autoridad para dictar los castigos debidos, ha traslado el escarmiento a la plaza. El escándalo es sentencia. El fracaso del Estado se resume precisamente en que la justicia en México es puramente mediática, indiciaria, fuenteovejuna. La culpabilidad no es la fría subsunción de hechos en supuestos normativos previamente determinados, sino la condena pública al villano del momento. Nos hemos acostumbrado a que ningún delito se castiga y, por tanto, desahogamos nuestra frustración en el espectáculo. Porque sobrevivimos a pesar de la certeza de que nadie pagará por sus delitos, nos hacemos justicia por propia mano: con la venganza privada ahí donde la autoridad no existe, pero también con el escupitajo, el insulto o el prejuicio donde no nos alcanza la mano. Y es que nuestra justicia es de flagrancias y patibularios, no de investigaciones, sentencias y pedagogías.

La cultura de la impunidad ha legitimado resortes para colmar nuestra demanda de justicia. El Estado autoritario centralizó en el Presidente los premios y los castigos extralegales con el propósito de cohesionar lealtades. El viejo modelo de justicia penal enterró la presunción de inocencia para sostener la percepción de eficacia y, desde ahí, su legitimidad. El Estado democrático ha claudicado crónicamente ante la tentación de falsear los estándares de exigencia del debido proceso como razón de necesidad para dar resultados. En los reflejos psicológicos de la contracultura de la impunidad, el presunto es inevitablemente culpable, la prisión preventiva es justicia y, por supuesto, todo lo demás es corrupción.

El caso Lozoya es el síntoma más visible y reciente de la corrupción estructural en nuestro país. Esa herida que no hemos logrado cicatrizar y que ha debilitado los anticuerpos de la democracia mexicana para defenderse de sus enemigos. Sí, la corrupción que viene de atrás y que continúa galopante en la cuarta transformación, igual de extendida y en algunos casos mucho más sofisticada. Pero desafortunadamente, el vacío de instituciones, el desmantelamiento de los sistemas legislados, el desprecio por la ley y, sobre todo, el voluntarismo presidencial, sugieren que el derrotero de la corrupción, pasada y presente, no serán las instituciones de prevención y de castigo, sino las arenas de rentabilización política y electoral. Ante la imponente evidencia del fracaso gubernamental en la gestión del Covid, sus 45 mil muertos y la debacle económica que dejará a su paso, siempre caerá como anillo al dedo un circo de delaciones premiadas, impunidades pactadas y persecuciones políticamente calculadas.

La trama de supuestos sobornos por reformas aprobadas en el Congreso es una suculenta oportunidad en el visible propósito de concentración de poder y, sobre todo, para la deslegitimación de la pluralidad y del equilibrio entre poderes. La historia enseña que las dictaduras dinamitan primero los diques de contención. Y esos diques se derrumban también con el discurso del árbol podrido por las manzanas de la corrupción. Si la reforma energética fue producto de prebendas ilegales, sus productos, las instituciones y los contratos, están viciadas del mismo mal y, por tanto, ningún derecho o restricción legal puede invocarse ante el pecado original. Si una reforma se compró, seguramente también todas aquéllas que no coinciden con el código ideológico del gobierno en turno. Si una legislatura transigió dinero por reformas, la causa eficiente de la corrupción no son las personas o los casos particulares, sino el Congreso mismo. Si el Parlamento es el epicentro de la corrupción, ¿por qué no prescindir de su existencia?

Frente a la renovación de la Cámara de Diputados en 2021, las oposiciones deben encarar con valor, verticalidad y entereza el desafío que les ha planteado López Obrador. La tentación del poder será hacer del caso Lozoya la prueba de la corrupción del pasado, pero también la letra escarlata en la frente de todos sus adversarios. Más allá de defender administraciones pasadas, al impresentable Lozoya o a los insinuados en las delaciones premiadas, los demócratas no pueden permitir que la corrupción sea un muro de vergüenza a modo del poder para deshacerse del pluralismo. Y lo primero que se debe hacer es exigir es que se haga justicia conforme a los imperativos del debido proceso. Para que no se salgan con la suya los que creen que al pueblo se les puede entretener con una serie de Netflix contada desde la mañanera, mientras la impunidad sienta sus reales por todos lados.

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