Por más que nos empeñemos, las crisis de este mundo nos sobrepasan, se multiplican y se convierten en lo que se ha empezado a calificar de “policrisis”. Abigarrados fenómenos en los que se funden y confunden las secuelas e implicaciones de la crisis sanitaria, en la salud, pero sin duda en la economía y en la política poniendo de relieve las muchas y profundas fallas que han acosado y acosan al Estado y a nuestro modo de vida comunitario y personal. Entre temores y desconciertos las incertidumbres, personales y colectiva, se retroalimentan. Las tristes, vergonzosas habría que decir, penalidades que a diario pasan las familias de los miles de mexicanos desaparecidos, resume con crueldad inclemente el orden perforado de nuestra convivencia y, claramente, de las leyes y el Estado, deterioro que, intuimos, está en el fondo de la cuestión existencial que define la época.
Nunca como ahora, la humanidad había vivido bajo un régimen único cuyos poderes dominantes querían ser exclusivos. De ahí las repetidas y destructivas embestidas de los capitalismos imperantes sobre los “pueblos sin historia” que no podían sino resistir las bárbaras invasiones e intervenciones, so pretexto de llevarles la civilización que, además, tenía que ser cristiana y comercial.
Los colonialismos de toda especie nos cuentan con claridad descarnada esas historias, también los esfuerzos de los pueblos por resistir y reclamar de sus elites compromisos mayores de construcción estatal y nacional, así como de unas formas de producir que portaran promesas de mejoramiento social, individual y colectivo.
La construcción de nuevas y hasta novedosas formas de producir y distribuir, de “hacer economía”, fue socorrida como misión de muchos, hasta que las Naciones Unidas la decretaron causa universal y planetaria. El desarrollo, más que la modernización o la modernidad, tendría que ser la consigna de orden, universal y planetario mediante un comercio amplio y vinculado con las necesidades del desarrollo y de una cooperación internacional respetuosa de las proclamas soberanas de los pueblos que emergían y se volvían naciones a costos muy altos y pocas veces exitosos.
Llegó la globalización que los poderes volvieron “híper”, a decir de Dani Rodrik, y el mundo parecía descubrir senderos promisorios hacia otro orden global. Serían el libre comercio, hasta erigir un mercado mundial unificado, y la implantación de la democracia representativa, las guías para navegar hacia esas playas que muy pocos habían podido alcanzar y traducir en riqueza, consumo, creatividad y, en fin, en desarrollo y progreso para todos.
Nuevo y glorioso amanecer que el profesor John Gray de la London School of Economics, no tardó mucho en calificar de “falso”. El mundo no conoció ni un comercio amplio y libre, ni paraíso terrestre y global alguno para mover dinero y capitales; tampoco una democracia plenamente desarrollada, asentada en las sociedades.
Las avenidas hacia un crecimiento económico que, al menos, prometiera empezar a alcanzar a los países y economías más avanzadas, no aparecían transitables. Sólo Corea y China, como ocurriese antes con Japón, dieron el salto y se inscribieron en el minoritario círculo de las grandes empresas y proezas en el comercio y la inversión, auspiciando renovaciones e innovaciones institucionales en favor de mejorías significativas en materia de bienestar y seguridad.
Hoy tenemos que constatar, en medio de una pospandemia poco definida y con una recuperación precaria, que el Tercer Mundo vuelve a la escena mundial no para mostrar logros sobre el atraso o la pobreza, sino como fuente inagotable de migrantes que buscan sobrevivir. El tsunami migratorio del sur no solo presiona a los vulnerables sistemas de bienestar y salud, sino que se le usa como argumento para “justificar” los más rancios odios nacionalistas y racistas contra los migrantes, los diferentes.
De esto sabemos los mexicanos y suponemos que también los gobernantes. Nuestras ganancias externas, fruto de las exportaciones masivas y primordiales para la industria, no se han transferido eficazmente al sistema económico y social interno. Es en buena medida por ello, que simplemente la desigualdad se reproduce y la pobreza masiva no se conmueve mayormente ante las vanas presunciones del gobierno y su presidente.
Cada quien su sur, pero hemos de reconocer que nos las hemos arreglado para tener un “sur” en cada pedazo de nuestros epidérmicos nortes, donde tiende a ubicarse e implantarse otra pobreza, una que ya no proviene inmediatamente del decaído campo, sino de urbes medianas también aquejadas por el fantasma del empobrecimiento, los endeudamientos insolutos, el mal empleo y, de nuevo, la inseguridad y el temor como males de muchos hogares desvalidos y periféricos sin seguridad pública alguna.
Un plan de reconstrucción nacional está por formularse y ponerse en práctica, como lo ha propuesto Cuauhtémoc Cárdenas. Claramente tendrá que ser tarea de unidad nacional, y los absolutismos que hacen de las divisiones su modus operandi tendrán que ceder su puesto a quienes estén dispuestos a encarar las durezas e incomprensiones que requieren compromiso y no regodeo con vanidades; mucho menos de soberbias que, al amparo del vacío político en que recaló nuestra de por sí débil democracia, quieren salir a escena.