Rolando Cordera Campos

De estatismos y demás

Recuperar dinámicas de crecimiento económico alto con mejoramiento social administrado, pero sostenido, se ha vuelto fuente de las más extravagantes justificaciones del presente.

En el departamento de puntos de vista, como solía llamarlo Toño Álvarez Lima, todo parece haberse vuelto última instancia, o dilema fatal. La sensación de que nos movemos al filo de la navaja ha contagiado a la opinión pública, así como a buena parte del servicio público que, bien a bien, no sabe de qué se trata. Éste es un sentimiento de orfandad que rara vez se ha vivido en el mundo burocrático mexicano.

Las legiones y tribus de las coaliciones que formaban la solidaridad mayor, cuya cumbre era la presidencia de la República, se las arreglaban para aguantar malos tiempos, alojarse en sus sótanos y prepararse para visitar nuevas llanuras. Y al final todos, o casi todos, sobrevivían.

Año tras año y de crisis en crisis, esos lazos de complicidad fueron deteriorándose, mientras la sociedad y en particular sus sectores medios se estratificaban sin que su descendencia llegara a conocer momentos más o menos largos de movilidad ascendente, una de las claves de la era de crecimiento, industrialización y estabilidad social y política, que fue declinando hasta aterrizar en un estancamiento relativo cuyas expectativas no encontraron frutos en ninguno de los diferentes momentos de cambios económicos y políticos que han marcado la época actual, iniciada en los años ochenta con la crisis de la deuda externa.

No en balde, López Portillo se declaró ser el último presidente de la Revolución Mexicana, a lo que reviró su sucesor que haría lo necesario para evitar que el país se le fuera entre las manos cuando, a mitad de su gestión, el presidente De la Madrid hubo de admitir que sus ajustes ortodoxos para modular la deuda no funcionaban y que la inflación ponía en peligro el de por sí débil edificio del Estado y del sistema político heredado de la Revolución. Reconocimiento que, empero, mantuvo el formato presidencialista para la sucesión presidencial de 1988 agudizando las tensiones internas del sistema político y llevando a que la corriente democrática, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, cuestionara lo que quedaba del presidencialismo autoritario y de la coalición gobernante de la que formaban parte los grupos económico-financieros de la economía mixta que habían sostenido el llamado desarrollo estabilizador de los años sesenta.

La estrategia adoptada no dio los resultados esperados, pero, frente a la gravedad inflacionaria se recuperaron los entendimientos básicos, se auspició una efectiva coordinación de actores económicos públicos y privados, y se moduló la amenaza financiera. Lo que no se logró fue la rehabilitación del acuerdo político; en su lugar se impuso un cambio estructural para globalizar la economía mexicana lo más pronto que fuese posible.

La contracción del sector público afectó al conjunto del Estado y la austeridad dejó de ser una opción táctica y de corto plazo para volverse política central y permanente. En materia de crecimiento y desarrollo, todo quedó sujeto al sector externo, reconvertido en espacio de industrialización y recepción del capital multinacional, para el cual la firma del TLCAN era la prueba mayor de que la mudanza iba en serio y, desde luego, sería favorable a sus propios planes.

La estrategia no llevó a un crecimiento alto y sostenido. Tampoco el mercado abierto dio lugar a mejores empleos; más bien la informalidad laboral se volvió masiva, el ingreso laboral redujo todavía más su participación en el producto y la pobreza se tornó fenómeno de masas, en el campo y en la ciudad.

Recuperar dinámicas de crecimiento económico alto y sostenido con mejoramiento social administrado, pero sostenido se ha vuelto fuente de las más extravagantes justificaciones del presente. En vez de ser fuente de aprendizaje para la conducción de la política económica y la promoción del desarrollo, aquellos lustros se volvieron leyenda negra, mientras que el Estado como relación social y vector pedagógico de la política democrática quedó arrumbado.

Ahora desde el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la OCDE, hasta la Cepal y la UNCTAD se asume la necesidad de reorientar miradas e hipótesis para recuperar las capacidades interventoras del Estado y darle a sus regulaciones y exigencias democráticas un sentido constructivo y hasta transformador. O de urgente y vital protección de comunidades enteras al borde del colapso.

Así lo propone de nueva cuenta la Cepal que convoca a una reconstrucción transformadora con igualdad y sostenibilidad. De la 'hora de la igualdad' a la reivindicación actualizada de los objetivos del desarrollo sostenible y su agenda 2030, la comisión que encabeza la paisana Alicia Bárcena pugna por estar en este mundo hostil y nos invita a los latinoamericanos a protagonizar nuevas convocatorias para rehabilitar el multilateralismo que nos heredaran los fundadores del orden de la segunda posguerra y construir un nuevo futuro. Reflexiones que desde el Programa Universitario de Estudios del Desarrollo de la UNAM tendremos del 28 al 30 de octubre en el 13ª Diálogo Nacional por un México Social convocado precisamente para intercambiar visiones y posiciones sobre la pertinencia, acentuada por la pandemia, de un Estado de bienestar.

Con todo y la turbiedad que rodea nuestro escenario político, volver sobre iniciativas como las mencionadas es ejercicio enriquecedor para la burocracia pública y para quienes seguimos empeñados en hacer política económica y social. Recuperarlos y retribuirles el respeto y la consideración que se les debe se ha vuelto tarea de Estado; su reconquista es construcción e invención humana en época de ingentes urgencias.

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