Rolando Cordera Campos

El capitalismo y la letra D

La desigualdad es inseparable del capitalismo, y en el fondo de éste hay una organización productiva y de relaciones sociales que auspicia la reproducción de las desigualdades, que impide que la llamada “justicia del mercado”.

Celebramos los primeros cincuenta años de trabajos de la Fundación Ehbert en México, con un espléndido encuentro en torno a la social democracia y su futuro. Con Hans Mathieu, su representante en México y Valeska Hesse, su directora regional para América Latina, junto con sus colaboradores y amigos, abordamos los grandes temas del desarrollo y la estructura social que forman en un profundo e inmediato trasfondo de la histórica propuesta de transformar al capitalismo a través de la democracia y las instituciones de un Estado reformado y transformado y que dieron lugar al gran proyecto, también histórico, de la Unión Europea, inseparable del consenso fundacional articulado por social demócratas y demócratas cristianos ahora sitiado por todo tipo de extremos derechistas y escépticos, de quienes se ha apoderado un peculiar nihilismo que tal vez, ojalá, no sea sino el anuncio de un cambio promisorio de época. Veremos.

Como era de esperarse, todos los asistentes y ponentes tratamos de ver al capitalismo de frente, no a través del espejo sino de sus crisis, que hoy llevan a no pocos a preguntarse si no asistimos a los principios del fin de una formación histórica cuyas contradicciones han puesto al mundo, el avanzado y el emergente y el subdesarrollado, al borde del colapso social y político, así como del apocalipsis ambiental que anuncia ya con fuerza inusitada el cambio climático desatado. Fue objeto de muchas reflexiones el tema prohibido de la reforma fiscal, tributaria y hacendaria en México, así como el de una perspectiva latinoamericana que cambió de giro drásticamente en los últimos lustros hacia varias formas de estancamiento relativo o secular y de resurrección de desigualdades y desempeños económicos que hasta hace poco se soñaba con haber superado. Tocó a José Antonio Ocampo, de Columbia University y el Banco Central de Colombia, abrir el convivio con una magistral "conferencia magistral" sobre la región y sus tribulaciones, potencialidades y desventuras.

Alejados como estamos de la región en su conjunto, estrechamente aproximados con nuestros vecinos del Istmo Centro Americano y su Triángulo del Norte; acosados y abrumados por la majadería de la "máxima presión" trumpiana, los mexicanos encaramos los primeros desafíos de un drástico cambio en la manera de hacer y entender la política en y desde el Estado, así como de intrigantes modos de entender y querer hacer otra economía política y otra política económica.

Como sea y vaya a ser, el nuevo gobierno y su dirigente máximo no podrá por mucho tiempo más esquivar o soslayar, supuestamente postergar, el gran desafío que el país y no sólo ellos, tienen enfrente: el de superar pronto la pobreza y la carencia y vulnerabilidades de las masas mexicanas, mientras se conforman recursos y mecanismos institucionales destinados a abatir una desigualdad que no tiene justificación económica alguna y que en gran medida encuentra su núcleo duro en unos circuitos de poder, riqueza e influencia articulados por la decisión hasta ahora inconmovible de mantener las pautas de concentración de riqueza e ingresos imperantes, así como de seguir con puntualidad el vademécum estabilizador y de incondicional apertura económica que nos legó un cambio estructural que sin duda nos globalizó pero no produjo crecimiento alto y sostenido, mucho menos bienestar generalizado y algo, un poco, de equidad hacia la igualdad y la movilidad social.

La letra D, de desigualdad, se apoderó del escenario discursivo y mental del coloquio, como lo ha hecho de la política democrática, formal y no, en muchos países avanzados del orbe. La desigualdad es inseparable del capitalismo y sus diversas formas de explotar y extraer los excedentes. No es necesario recursar las clases de marxismo y economía política para percatarse de que en el fondo hay una organización productiva y de relaciones sociales que auspicia la reproducción de las desigualdades, impide que la llamada "justicia del mercado" se acerque a la justicia social que emana del credo democrático y que reclama la presencia de un Estado comprometido con la protección y la seguridad sociales, el fomento de la solidaridad y la cooperación y ahora sostenga el despliegue de la madre de todas las batallas: la que tendrá que darse contra los efectos de una naturaleza agraviada al extremo de minar los cimientos mismos de la especie responsable del descuido y la agresión del entorno.

Corrupción y abuso de poder agudizan los modos de la concentración y distorsionan los empeños redistributivos de partidos y gobiernos, pero no deberían dar paso a mistificaciones que una economía política ya dio de sí y reclama del concurso activo del Estado para reformarse de nuevo en consonancia con el inventario de carencias y desigualdades que marca el presente y amenaza nuestro futuro.

Quizás llegó la hora de añadirle a la letra D otra consonante, la M de moral que alude no a la religión sino a la más laica, pública de las éticas, arraigada en la búsqueda de la solidaridad entendida como valor de la modernidad y no de la caridad. Para eso sirvió y mucho el Estado democrático que los socialdemócratas configuraron como Estado Social. Ojalá y estemos en el umbral de una nueva vuelta de tuerca y podamos reconstruir el Estado en esa clave y con ese código. A condición de que entendamos que no hay economía sin política, ni mercado sin Estado. Y que no hay desarrollo con un Estado pobre y una austeridad mal entendida y peor realizada.

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