Celebramos los primeros cincuenta años de trabajos de la Fundación Ehbert en México, con un espléndido encuentro en torno a la social democracia y su futuro. Con Hans Mathieu, su representante en México y Valeska Hesse, su directora regional para América Latina, junto con sus colaboradores y amigos, abordamos los grandes temas del desarrollo y la estructura social que forman en un profundo e inmediato trasfondo de la histórica propuesta de transformar al capitalismo a través de la democracia y las instituciones de un Estado reformado y transformado y que dieron lugar al gran proyecto, también histórico, de la Unión Europea, inseparable del consenso fundacional articulado por social demócratas y demócratas cristianos ahora sitiado por todo tipo de extremos derechistas y escépticos, de quienes se ha apoderado un peculiar nihilismo que tal vez, ojalá, no sea sino el anuncio de un cambio promisorio de época. Veremos.
Como era de esperarse, todos los asistentes y ponentes tratamos de ver al capitalismo de frente, no a través del espejo sino de sus crisis, que hoy llevan a no pocos a preguntarse si no asistimos a los principios del fin de una formación histórica cuyas contradicciones han puesto al mundo, el avanzado y el emergente y el subdesarrollado, al borde del colapso social y político, así como del apocalipsis ambiental que anuncia ya con fuerza inusitada el cambio climático desatado. Fue objeto de muchas reflexiones el tema prohibido de la reforma fiscal, tributaria y hacendaria en México, así como el de una perspectiva latinoamericana que cambió de giro drásticamente en los últimos lustros hacia varias formas de estancamiento relativo o secular y de resurrección de desigualdades y desempeños económicos que hasta hace poco se soñaba con haber superado. Tocó a José Antonio Ocampo, de Columbia University y el Banco Central de Colombia, abrir el convivio con una magistral "conferencia magistral" sobre la región y sus tribulaciones, potencialidades y desventuras.
Alejados como estamos de la región en su conjunto, estrechamente aproximados con nuestros vecinos del Istmo Centro Americano y su Triángulo del Norte; acosados y abrumados por la majadería de la "máxima presión" trumpiana, los mexicanos encaramos los primeros desafíos de un drástico cambio en la manera de hacer y entender la política en y desde el Estado, así como de intrigantes modos de entender y querer hacer otra economía política y otra política económica.
Como sea y vaya a ser, el nuevo gobierno y su dirigente máximo no podrá por mucho tiempo más esquivar o soslayar, supuestamente postergar, el gran desafío que el país y no sólo ellos, tienen enfrente: el de superar pronto la pobreza y la carencia y vulnerabilidades de las masas mexicanas, mientras se conforman recursos y mecanismos institucionales destinados a abatir una desigualdad que no tiene justificación económica alguna y que en gran medida encuentra su núcleo duro en unos circuitos de poder, riqueza e influencia articulados por la decisión hasta ahora inconmovible de mantener las pautas de concentración de riqueza e ingresos imperantes, así como de seguir con puntualidad el vademécum estabilizador y de incondicional apertura económica que nos legó un cambio estructural que sin duda nos globalizó pero no produjo crecimiento alto y sostenido, mucho menos bienestar generalizado y algo, un poco, de equidad hacia la igualdad y la movilidad social.
La letra D, de desigualdad, se apoderó del escenario discursivo y mental del coloquio, como lo ha hecho de la política democrática, formal y no, en muchos países avanzados del orbe. La desigualdad es inseparable del capitalismo y sus diversas formas de explotar y extraer los excedentes. No es necesario recursar las clases de marxismo y economía política para percatarse de que en el fondo hay una organización productiva y de relaciones sociales que auspicia la reproducción de las desigualdades, impide que la llamada "justicia del mercado" se acerque a la justicia social que emana del credo democrático y que reclama la presencia de un Estado comprometido con la protección y la seguridad sociales, el fomento de la solidaridad y la cooperación y ahora sostenga el despliegue de la madre de todas las batallas: la que tendrá que darse contra los efectos de una naturaleza agraviada al extremo de minar los cimientos mismos de la especie responsable del descuido y la agresión del entorno.
Corrupción y abuso de poder agudizan los modos de la concentración y distorsionan los empeños redistributivos de partidos y gobiernos, pero no deberían dar paso a mistificaciones que una economía política ya dio de sí y reclama del concurso activo del Estado para reformarse de nuevo en consonancia con el inventario de carencias y desigualdades que marca el presente y amenaza nuestro futuro.
Quizás llegó la hora de añadirle a la letra D otra consonante, la M de moral que alude no a la religión sino a la más laica, pública de las éticas, arraigada en la búsqueda de la solidaridad entendida como valor de la modernidad y no de la caridad. Para eso sirvió y mucho el Estado democrático que los socialdemócratas configuraron como Estado Social. Ojalá y estemos en el umbral de una nueva vuelta de tuerca y podamos reconstruir el Estado en esa clave y con ese código. A condición de que entendamos que no hay economía sin política, ni mercado sin Estado. Y que no hay desarrollo con un Estado pobre y una austeridad mal entendida y peor realizada.