Rolando Cordera Campos

Harakiri estatal

Los derechos creados y consagrados, en particular en el ámbito laboral público, de ninguna manera son asunto menor de una reforma como la lanzada.

En medio de la confusión y la ofuscación, el gobierno ha emprendido una reforma administrativa de gran calado. Sin consideraciones claras sobre sus costos e implicaciones para el servicio público, pero sobre todo para las relaciones sociales en y entre grandes grupos de trabajadores y ciudadanos, se despide a empleados "de confianza", se reducen significativamente los emolumentos de la alta y media burocracia, y se defiende como virtud pública y teologal de todo intento transformador de la sociedad y del Estado un concepto de austeridad.

Eso y más debe querer decir la Cuarta Transformación, pero mientras no haya una reflexión plural y sistemática sobre lo que está en curso, mientras los diputados no se hagan cargo de sus decisiones y omisiones presupuestarias, tienen consigo inevitablemente la sombra de tomar decisiones atrabiliarias.

Los derechos creados y consagrados, en particular en el ámbito laboral público, de ninguna manera son asunto menor de una reforma como la lanzada. Los amparos y otros reclamos pueden propiciar un quebranto considerable de los ingresos presupuestados para sueldos, salarios y prestaciones de los empleados del Estado pero, quizá lo más importante y trascendente sea su impacto sobre el nivel de vida de muchos y sobre sus sentimientos políticos, morales y sociales.

Cierto es que siempre se ha visto como una anomalía el recurrir a los seguros privados para la salud y la atención médica a que se han dado muchos organismos del servicio público y las cámaras del Congreso de la Unión. Pero lo que debe subrayarse es que tales decisiones fueron vistas como opciones "económicas" expeditas frente a lo que nadie se atrevía, en realidad se atreve, a reconocer: las insuficiencias flagrantes a la atención y el cuidado de la salud por parte de los gobiernos, y el empobrecimiento sostenido de la infraestructura.

Ahora, al suspender sin más esas prestaciones, resumidas en los seguros de gastos médicos mayores y considerando la maduración demográfica del empleo público, pueden esperarse desabastos y falta de atención hospitalaria de grandes magnitudes. Los discursos en favor de sistemas universales de salud y seguridad social pasan a la reserva, cuando no al archivo muerto, a pesar de lo mucho que se había logrado en la construcción de consensos favorables.

A la austeridad no se llega empobreciendo prestaciones; menos reduciéndolas al aumentar la demanda por atención en condiciones de una oferta más que precaria. Tampoco aumentará el gasto público directamente productivo, porque los supuestos ahorros derivados de los despidos o del retiro de aseguramientos se van a traducir en ineficiencias y desorganización del trabajo; encono y amargura, y una disposición declinante a la solidaridad y la cooperación que propósitos como los universalistas requieren.

Una reforma de esta hondura no puede estar basada en prejuicios y estereotipos sobre la burocracia y el servicio del Estado. Cuando más lo requerimos, medidas como las propaladas no hacen sino seguir minando unos cimientos desvencijados por tanto descuido, ajustes y reajustes hipócritas y superficialidades en asuntos como el control y la vigilancia de los recursos como los canalizados mediante el Seguro Popular.

Nunca han sido los tijeretazos sustitutos de lo que en realidad necesitan el país y su Estado. Otra vez hay que decir que sin un Estado fiscal renovado y fortalecido no habrá recursos suficientes para tarea alguna. Esperar tres años puede ser letal no sólo para muchos mexicanos dependientes de esos trabajos y recursos, sino para cualquier proyecto transformador.

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