Rolando Cordera Campos

Lecciones de la devastación

En un mundo donde los mercados son cualquier cosa menos entidades confiables, poco amables, se trata de ser capaces de dar a las seguridades básicas el lugar que merecen.

La calificación-descalificación que de Pemex y el país entero se ha hecho en estos días constituye un triste mensaje sobre nuestra fragilidad, como economía política y como Estado nacional. Sin embargo, gracias a Enrique Quintana y Gabriel Casillas, cada uno desde su particular perspectiva, podemos decir que hay vida después de las orejas de burro de Standard & Poors, Fitch y Moody's, pero también que con esos espectros del capital financiero, implantado a fin de siglo y reafirmado como zombi después de la Gran Recesión, no se puede jugar. Algo hay debajo y detrás de esas configuraciones esperpénticas poseídas de un poder que a veces parece infinito.

Podemos decir que son creaturas malévolas de la Gran Banca, que vive y muere todos los días, pero las conferencias no las exorcizan ni las alejan. Llegaron para quedarse y su resurrección de entre los muertos y los entuertos del 2008, constituye sin duda un reto para las economías nacionales que pugnan por una globalización generosa. También, representan un desafío a la imaginación de quienes todavía pugnan por una reconstrucción del orden internacional, en consonancia con los principios y valores en los que se fincó el orden de Bretton Woods y la Organización de las Naciones Unidas.

La guerra de Trump no tiene fin y sus cruzados parecen dispuestos a demoler lo que queda de esos arreglos. De la batalla comercial con China a la reafirmación imperial en el Caribe, Estados Unidos de América muestra sus ímpetus guerreros y su desprecio por lo poco que se había logrado en la erección de un sistema en verdad interamericano, fincado en los principios fundamentales de respeto a la autodeterminación y el arreglo pacífico de los conflictos. De eso no entienden ni quieren hablar los gobernantes americanos ni los aspirantes a procónsules, que claman por una pronta intervención que obliguen al Ejército venezolano a redefinir sus alianzas y lleven a Maduro a un expedito exilio, dejando de lado las causas que han llevado a la crisis humanitaria de ese país querido. Lo único que parece importar es la solución fast track, sin parar en mientes sobre las muertes que todavía nos falta contar antes de que Venezuela pueda aprestarse a montar una reconstrucción democrática digna de su historia y del valor de los suyos.

Bien haríamos los latinoamericanos de ser capaces de extraer algunas lecciones. Primero es lo primero. Y esto quiere decir hoy tratar de impedir un baño de sangre y convencer a los contendientes del valor que tiene el diálogo, así sea sobre las ruinas de un sistema político y de una economía que los encantos e ilusiones de la riqueza petrolera siempre se encargaron de mantener como gran promesa, carente de soportes mínimos para propiciar una economía sostenida y racional de tantos dones.

A corto plazo, poco o nada podrá hacerse a ese respecto, porque el nivel de su deuda y la erosión de sus capacidades productivas y gerenciales es delirante; impotente para forjar, desde sus circuitos deliberativos, unas estructuras productivas en condiciones de aprovechar los excedentes del oro negro. Todo eso cayó y clama por una voluntad reconstructiva que los marines y sus managers no pueden ofrecer. De ahí la penuria adicional que puede imaginarse sobrevendrá cuando Maduro se vaya, los militares se avengan con las nuevas realidades y los que gobiernen inventen modos expeditos para aliviar el hambre y la sed de los muchos desvalidos que logren sortear la devastación del desplome económico y la guerra que en cualquier momento puede llegar.

Qué lecciones podemos sacar, entre otras: no jugar con los resortes íntimos del acuerdo, siempre frágil, que sustenta la convivencia pacífica y la renovación del poder republicano. Tampoco, 'mirar por encima del hombro' las señales provenientes de un edificio financiero global, prendido de alfileres pero intoxicado de excedentes, en su mayoría basados en ficciones mayúsculas.

En un mundo donde los mercados son cualquier cosa menos entidades confiables, poco amables, se trata de ser capaces de dar a las seguridades básicas el lugar que merecen. Pero, fundamentalmente, de construir un Estado fuerte, en sus finanzas e instituciones y lealtades. Nadie está al margen de panoramas espectrales como estos. Menos nosotros, con tanto petróleo y tanta gente; tanta pobreza y tanto encono.

Los hechos, terribles como son, no cambiarán por negarlos. Tampoco por usar otro nombre. Así es para Venezuela y para nosotros. (Léase: Para combatir esta era, Rob Riemen, Taurus, 2017).

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