Rolando Cordera Campos

Por una reflexión constitucional para el desarrollo

La discusión constitucional que el domingo pasado inició sobre el Paquete Económico para 2020, debería llevarnos a reflexiones y debates más allá del panorama inmediato cargado de incertidumbre y temores. Y de sumas y restas.

Frente al "Paquete Económico" para 2020, se imponen precisiones y principios de carácter general, pero no por ello menos pertinentes. Se trata de un "paquete responsable" nos dice el secretario de Hacienda y Enrique Quintana lo bautiza como "cumplidor"; calificativos que refieren a una propuesta apegada a los más elementales criterios de una finanza pública dominada por el respeto absoluto a la estabilidad, entendida unívocamente como equilibrio financiero, y que mantiene la renuncia a realizar una reforma tributaria, e incurrir en más deuda. El paquete "responsable" no expresa ni recoge voluntad alguna de variación significativa en la orientación y contenidos fundamentales de la política económica y social.

Ningún atisbo de voluntad política dispuesta a encabezar cambio alguno, sin trastocar el precario orden alcanzado en las relaciones políticas ahora dominadas por la pluralidad. No se trata, por cierto, de respetar un orden sin condiciones; más bien, el desafío es desplegar una visión reformadora dirigida a transformarlo y adecuarlo a las novedosas idiosincrasias ciudadanas surgidas o descubiertas al calor de las mutaciones de nuestra economía política en las últimas tres décadas.

Con todo y sus múltiples deficiencias y excesos, la formación económico política emergida de las crisis y de la estrategia de cambio estructural globalizador, contiene potencialidades no exploradas pero, también, restricciones que se han convertido en auténticas camisas de fuerza. La austeridad impuesta desde 2016 es un botón de muestra de lo que unas restricciones, en todo caso coyunturales, al volverse costumbre, pueden provocar en el crecimiento económico y en los proyectos redistributivos indispensables para siquiera imaginar un nuevo curso de desarrollo y democratización amplia del Estado.

En el mundo priman las inclinaciones destructivas, disfrazadas de ropajes atribuibles a personalidades carismáticas que son bien vistas por sus dichos pero sin una crítica parsimoniosa de lo existente y una búsqueda de senderos más o menos transitables y ciertos. Es una fiebre global que amenaza volverse pandemia planetaria de la que no haya escape.

Formados como comunidad nacional, siempre frente y en contra de la adversidad interna y externa, pudimos generar mecanismos de inmunidad que nos permitieron no sólo sobrevivir sino desarrollarnos, buscar y arriesgarnos a ver nuevos horizontes. Hoy no podemos, no debemos, echar por la borda lo conseguido. Tampoco, aceptar pasiva y resignadamente unas configuraciones contrarias a la expansión económica y, desde luego, a la redistribución social que urge convertir en la gran divisa de la nueva estrategia de cambio.

La insatisfacción con lo que se tiene, no es razón suficiente para echarlo a la cuneta. El peso muerto de tanta inercia hostil en materia económica y financiera tampoco debe llevar a negar el imperativo de reconversiones estructurales y de una efectiva renovación institucional, sobre todo en los planos de la protección social y la creación de plataformas firmes para la construcción de un Estado social efectivo, capaz de empezar a dar respuesta a las carencias y concentraciones que caracterizan nuestra desolada cuestión social.

El quehacer histórico no es prenda particular ni atributo exclusivo de grupo o persona alguna. Es patrimonio colectivo y, con todo y sus errores y omisiones, es parte de la herencia conservada por mayorías sociales y destacamentos políticos dispuestos a reemprender la gran empresa de la transformación productiva con rumbo a una sociedad donde impere la justicia social. La discusión constitucional que el domingo pasado inició, debería llevarnos a reflexiones y debates más allá del panorama inmediato cargado de incertidumbre y temores. Y de sumas y restas.

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