Han aparecido con vida, y en aparente buen estado, dos hermanos que habían desaparecido en Jalisco. Esta noticia tiene mucho de bueno y, sin embargo, bastante de malo.
Reitero. Qué bueno para su familia, y amigos y vecinos, que estos dos jaliscienses hayan sido localizados con vida, que estén de nuevo en casa. Pero el lenguaje importa. Desde hace mucho, pero en este caso particularmente.
Porque el gusto de que desconocidos dejen de estar “desaparecidos” no debiera hacernos olvidar, ni siquiera a los que no los conocíamos, varias cosas: que no son los primeros que “desaparecen”, que no “desaparecieron” sino que alguien los privó de la libertad, y que no tenemos certeza de que se ha conjurado la nada eventual “desaparición” de otros jaliscienses, de otros mexicanos… que no serán los últimos, pues.
A veces el único lugar desde donde se escribe es desde la experiencia personal. Por más anecdótica que resulte.
Ocurre que con esto de la pandemia algunos hemos vuelto a la carretera. Y que luego de no haberlo hecho durante varios años, he transitado la México-Guadalajara para ir a visitar a la familia. Buena carretera. Fea a ratos –sorry Atlacomulco–, pero en general cómoda, de trazo seguro y, aunque muy muy cara, una opción aceptable.
Pero resulta que uno se traiciona: resulta que yendo del exDF a la capital jalisciense poco antes de que falte una hora para llegar se lee el letrero de “Bienvenidos a Jalisco”. Y ahí uno se pone a creer –ingenuamente– que está entrando a territorio menos inseguro pues quedan atrás las entradas a zonas michoacanas secuestradas por ya saben quienes.
¿Entras a territorio jalisciense desde Michoacán y te sientes seguro? Véselo a contar a la familia que hace unas semanas transitaba por la región de los Altos de Jalisco –lejos pero no tan lejos de la zona por donde se llega a La Perla desde México vía Morelia– y que de repente “desapareció”.
Esa familia –bebé incluida– también viajaba desde Ciudad de México. Ignoro si se sentían seguros habiendo entrado a su estado. Pero lo cierto es que su rastro se perdió en la zona de Acatic. Sus seres queridos se movilizaron, hicieron todo el ruido del que fueron capaces en las redes sociales y los “desaparecidos” terminaron por “aparecer”. Ay, el lenguaje.
Allá en Jalisco activistas y colegas hace tiempo que dejaron de decir “desaparecieron”: dicen “fueron desaparecidos”. Conjugan el verbo a su realidad más puntual: no hay magia, hay crimen. No existen las desapariciones, existen los criminales (y policías) que detienen personas, las retienen y les impiden volver a casa. A veces nunca más se sabrá de los “desaparecidos”, a veces milagrosamente “aparecen”.
Otra vez. No es milagro. No “aparecen”. O los sueltan porque el riesgo es más alto que la ganancia (debido a las protestas) o por otras razones (¿negociación?, ¿está volviendo la industria del rescate?).
En ocasiones regresan porque, paradójicamente, las mafias que se las llevaron son “profesionales” y, por tanto, se puede “negociar” con ellas. Puras palabras que no debieran usarse en este contexto pero que nos hemos acostumbrado a que no quieren decir lo que deben significar: porque ni modo de aceptar que negociar con criminales es un término adecuado en un Estado de derecho.
Dos hermanos que desaparecieron en Ciudad Granja han aparecido. Es una alegría para sus familias y sus amigos. Pero como no hay garantía de que sus captores serán debidamente procesados, pues qué bueno por ellos, pero en este realismo trágico no queda más que rezar para que haya más “aparecidos”. Y así en todo México.