Al contratar internet me dieron una línea telefónica fija. Ni me sé el número ni la he usado tres veces, pero no hay semana en que no suene porque buscan cobrarle a alguien una deuda. Sobre lo que hay detrás de esa llamada –quién y por qué las hace– escuché hace poco una historia, en primera persona, que involucra a estudiantes y universidades privadas.
En planteles universitarios muy conocidos del sur de la capital, los estudiantes eran invitados a trabajar “cuatro horas al día, seis días a la semana”. ¿Las ventajas? Cero desplazamiento, porque la chamba era en el campus. ¿Las desventajas? Esas las descubrían los universitarios desde su primer día en el empleo.
El salario no era bueno (el mínimo y prestaciones de ley), pero lo peor –me cuentan– era la presión a la que eran sometidos en esos call centers de cobranza de tarjetas de crédito.
Cada 21 días el estudiante/trabajador recibía una base de Excel con los teléfonos y los adeudos por recuperar de decenas de personas. El universitario tenía que lograr pagos por al menos 70 por ciento del monto global. ¿Cómo? Mediante presión telefónica, por decirlo suave.
En la capacitación a los jóvenes les decían que nunca deberían insultar a un moroso ni alzarle la voz, ni ser de ninguna manera groseros con los clientes. Pero, les aclaraban, “si les tienes que hablar 30 veces para que pague, hazlo”. Y lo mismo se les daban otros trucos de persuasión: decirle al deudor que pidiera prestado para pagar, advertirle que su deuda sólo crecería, invitarlo a no ensuciar su historial crediticio, y llamar –con similar insistencia, por supuesto– a sus parientes, es decir, sus referencias, etcétera.
Si no recuperabas el 70 por ciento recibías un apercibimiento, y si no lograbas la meta un par de meses seguidos te podían despedir. Los días de trabajo incluían el 25 de diciembre o el 1 de enero, y por supuesto que había en los equipos quienes sugerían que llamar esos días era más redituable. “La gente te odia peor que nunca”, me contó un extrabajador de uno de esos call centers. “Como que parte de la técnica es que te odien tanto, que finalmente mejor opten por pagar”.
El estudiante desarrollaba técnicas para cazar a su “alto”. “¿Ya te pagó tu alto?” era una de las preguntas que más se escuchaban y hasta se ayudaban entre ellos para insistir. Pero así deba 30 mil pesos o menos de 100 y el deudor sea un adulto mayor, la obligación es jeringar a todos los deudores.
La empresa advertía de una lista de apellidos de familiares de los dueños a quienes nunca debía importunarse. Y si de casualidad aparecía uno de ellos, había que reportarlo a sistemas para que el teléfono fuera borrado.
El reverso de la moneda es que no pocos deudores insultaban y maltrataban a quienes llamaban. Además, las condiciones en las que trabajaban esos estudiantes podrían calificar de hacinamiento y, por supuesto, se dieron casos en que tuvieron episodios de crisis y llanto luego de recibir gritos y majaderías de los morosos.
Los call centers abundan. Y si alguien debe, es lógico que el acreedor tiene derecho a reclamar lo que se le debe. Pero no sé qué pensar de que sean precisamente universidades las que pongan a sus estudiantes a disposición de grandes empresas que los quieren usar como hostigadores. Es un muy rudo despertar laboral: jóvenes en una chamba sucia que lo justo sería que la hicieran los prestamistas, no alguien a quien le pagan el mínimo para no recibir ellos improperios.