Varias generaciones apostaron sus esfuerzos para que México fuera un país normal. Que no fuéramos esa nación singular que no llegaba a la dictadura pero tampoco era una democracia; una donde los votos contasen, la gente no le temiera más al policía que al delincuente, la economía sí fuera de mercado –no de cuates con palancas en el gobierno– y la justicia no constituyera un lujo que se compraba sólo con dinero.
Las alternancias trazaron un camino que, a grandes rasgos, buscaba esa meta. Desde los 80 nos fuimos alejando del autoritarismo, algunos sectores económicos se volvieron competitivos, el sufragio efectivo fue más que un lema y el Poder Judicial federal emprendió una modernización.
Esa ruta no fue expedita y menos aun incluyente. México parecía un país más normal a ojos de una capa de su población. Pero para decenas de millones de sus habitantes hablar de nuevos derechos y tratados internacionales firmados era como referirse a noticias de otra galaxia: ellos batallaban por la supervivencia y carecían de los más elementales servicios de salud, vivienda, educación y –por supuesto– de acceso a la justicia.
La elección de 2018 sentenció que había llegado la hora de incluir a quienes no habían sido incorporados a los avances –así fueran magros o inestables o incompletos– del pasado inmediato. Algunas de las políticas del actual gobierno que deben atender ese rezago en el mejor de los casos palían precariedades presentes, pero no necesariamente construyen futuro.
Una de esas políticas se discutirá hoy en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Esta importante cita nos dirá si seguimos queriendo ser un país normal (con equilibrio de poderes y autonomía entre éstos), y si el acceso a la justicia para los más pobres avanza o retrocede.
El Presidente de la República entró al último tercio del sexenio descargando toda la metralla mediática en contra del Poder Judicial, sus jueces y los ministros de la Suprema Corte. Les ha dicho corruptos, les ha reclamado su independencia, les ha denunciado por no obedecer a los ministerios públicos.
La campaña presidencial busca someter al Poder Judicial. El pretexto es la prisión preventiva oficiosa, que podría ser echada abajo por la Suprema Corte. El titular del Ejecutivo, y –ojo– también sus corcholatas, rechazan la eventualidad de que se suprima la medida que dicta prisión forzosa para todos aquellos acusados de delitos incluidos en el catálogo reformado en 2019.
En el pasado inmediato la Corte ya ha cedido a las presiones de Palacio Nacional. Si hoy confirma que abandona su autonomía y se allana a los deseos del poder de poderes, no sólo habrá determinado que decenas de miles de mexicanos vayan a la cárcel, o permanezcan en ésta, sin condena e incluso sin indicios sólidos de ser culpables de lo que se les acusa.
Además de eso, que no es poca cosa, el Poder Judicial estaría renunciando a construir un futuro distinto, a tomar el camino más difícil, pero el único deseable, si queremos ser un país normal.
México llevaba años abriéndose a la cultura de la presunción de inocencia, educando a sus jueces y ministerios públicos para instalar un modelo de justicia digno de ese nombre. No éramos aún un país normal, pero había una ruta. Faltaba bastante, y sobre todo faltaba que tribunales y fiscalías locales se modernizaran.
Con cada paso en esa dirección serían menores las probabilidades de que una persona sin dinero acabara en la cárcel injustamente. Eran pasos hacia un futuro mejor para todos. Si la Corte le falla hoy a México habrá cancelado su autonomía, y la esperanza de justicia –sobre todo– para los más vulnerables.