No pocas de las reformas políticas que se fueron logrando desde los años 90 se anudaron en la ley magna en la lógica de que a máximas suspicacias, máximas garantías*.
Tras arduas negociaciones en las que la oposición recelaba permanentemente del gobierno, y dado que también dentro de éste se presentaban profundas resistencias, los avances se amarraban a la Constitución para dificultar, en forma y fondo, el revertirlos.
En forma porque, de así desearlo, habría que reunir los votos para alcanzar las dos terceras partes necesarias para una reformulación constitucional. En fondo porque, más allá de lo numérico de los votos legislativos requeridos, se tendría que abrir y agotar un debate para justificar –así fuera cosmética o genuinamente– el cambio pretendido. Ésa fue la manera en que la Constitución acabó engordando.
Se trataba de una resultante de la desconfianza que se tuvo frente al anterior régimen, y de una forma de premiar a partir de 1997, también hay que decirlo, los consensos: si los más se ponían de acuerdo en la era en que los votantes hicieron efectiva la división de poderes, su ánimo negociador se podría traducir de forma no sólo legal, sino constitucional.
Para que todo eso sucediera se precisó de gobiernos, priistas pero también panistas, que creían que mientras más legitimidad, mejor, y que se tomaban en serio lo que de ellos se dijera en capitales del mundo y/o instancias internacionales. Gobiernos que cedieron a veces a regañadientes, pero a sabiendas de que había una ganancia para el país. Administraciones, desde tiempos de Ernesto Zedillo, que no tuvieron mayorías absolutas en el Congreso de la Unión, y que vieron pintarse las gubernaturas de múltiples colores.
En 2018 cambió eso. A AMLO le tiene sin cuidado el exterior y se asume como el único gobierno legítimo en décadas. En parte por ello en 2024 los gobernantes de Morena darán una gran batalla para reinstalar una mayoría legislativa absoluta que permita reformular sin mayor trámite la Constitución. Eso, y no sólo la presidencia de la República o el Congreso, además de casi la tercera parte de las entidades, estará en juego en esa elección.
¿Tratará la oposición que el paradigma instalado desde la traumática elección de 1988 perdure? Porque el oficialismo, en cambio, sí pretenderá corregir su “doble error”: el no haber realizado más cambios constitucionales cuando tenía la mayoría necesaria (2018-2021), y el error de haber descuidado la elección intermedia de forma tal que en San Lázaro terminaron sin los votos necesarios para cambiar la Constitución.
Hasta 2018 en todas las elecciones de los últimos 30 años se daba por sentada una continuidad democrática. Cuatro años después de esos comicios Andrés Manuel López Obrador ha dejado claramente establecido un ánimo rupturista radical.
Quienes se devanan los sesos tratando de dilucidar opciones para derrotar a Morena y aliados en las presidenciales venideras no parecen calibrar que más que una candidatura “competitiva” para enfrentar al o la delfina lopezobradorista, se requiere un nutrido grupo de candidatos con los que, de tener buenos resultados, puedan defender la actual Constitución.
Del mismo modo que Andrés Manuel ya debería decir a los electores qué otros cambios desea hacer a la Constitución: si demanda, como ya lo hizo desde Palacio Nacional, voto en bloque por los suyos en 2024, se debe pedir al Presidente que explicite para qué en concreto quiere esa fuerza.
Es garantía, no suspicacia, que será la Constitución, ni más ni menos, lo que esté en la boleta en 2024.
* Escuché esa frase a Arturo Núñez, a quien doy crédito.