López Obrador ha dicho que, sin seguridad, su proyecto de instalar en México un nuevo modelo de gobierno no ocurrirá. El problema es que, al mismo tiempo, ha perseguido otros propósitos, así que, antes que más justicia, podría heredar más injusticia.
El Presidente tiene una campaña abierta, sistemática y burda en contra de los impartidores de justicia. Desde ministras y ministros de la Suprema Corte hasta jueces de distinto ámbito. Y su embate ha sido emulado por gobernadores de su partido.
Antes y después de la llegada al poder de Andrés Manuel, la impartición de justicia en México ha estado plagada de corrupción. Juezas y jueces de varios ámbitos incurren en actos que no tienen más explicación que el cochupo, y/o un franco desdén por víctimas de crímenes y de abusos del propio sistema.
Los sistemas de justicia federal y locales tienen, además, un bien ganado estigma por nepotistas. Las redes de parentesco de la llamada familia judicial minan la defensa de meritocracia que argumentan a la primera de cambio quienes llevan los juzgados.
Sin duda es una de las asignaturas pendientes de la sociedad mexicana.
Pero no habría que recurrir a la receta que ha fracasado en el sexenio: la improvisación y los decretazos. El voluntarismo, presumido por su supuesta lógica o valentía, ni evitaron –por ejemplo– el huachicol ni trajeron más salud; por el contrario, crearon desabasto en combustibles y medicamentos.
El Presidente quiere borrar a los jueces, cambiar la manera en que se nombran, hacerlos el chivo expiatorio de la indignación de un país que ve cómo hasta en casos emblemáticos (hijo de Javier Sicilia y amigos asesinados) los criminales terminan aprovechando las fallas del sistema.
Nada es blanco y negro, aunque el Presidente así lo exponga en la mañanera. Esa trampa lo que busca es hacer como que resuelve un problema cuando en realidad ni lo soluciona ni hay garantía de que el remedio no salga peor que la enfermedad.
Si el Presidente hubiera querido heredarle a México los cimientos de una mejor justicia habría comenzado por otro lado, por las fiscalías, la que tiene a su alcance, la federal, y las estatales, que, con su influencia política y diálogo institucional, habría podido limpiar y modernizar.
En el maniqueísmo presidencial, el culpable de que un criminal sea liberado siempre es el juez, nunca los errores, deficiencias y hasta aberraciones de la carpeta armada por una fiscalía. Siempre es un integrante del Poder Judicial, ese al que quiere cooptar luego de que por cuatro años comió de su mano.
Es un recurso efectista y efectivo a la hora del populismo punitivo: nosotros, el esforzado gobierno y la veintena de gobernantes de su color, ponemos todo de nuestra parte para que los delincuentes que no entendieron de abrazos paguen con cárcel sus fechorías, pero jueces corruptos los liberan.
La narrativa es perfecta para distraer de la responsabilidad propia, para aplacar una crisis mediática, etcétera, y es combustible para los siguientes comicios: dennos un periodo más para acabar la labor, hay mucha corrupción y mucha resistencia de poderosos intereses.
Nada mal como oferta electoral en una nación ahogada en impunidad.
Por ese camino terminaremos sin una de las pocas cosas que todavía nos ayudan a discernir que el que acusa prueba, que un policía investigador o Ministerio Público tiene que sustentar, que no porque el gobierno diga que alguien es el autor de tal delito, eso es verdad.
Si el acoso al PJ triunfa, la mañanera será la barandilla final, e inescapable, de la injusticia. Urgen fiscalías que sirvan, incluso para evidenciar malos jueces.