Xóchitl Gálvez está convencida de que un obstáculo para su campaña es que Andrés Manuel López Obrador logró instalar en buena parte de la clase empresarial, y otros líderes, el temor a represalias, mediáticas o de peor calaña, contra todos aquellos que abiertamente apuesten por la oposición.
La precandidata del Frente Amplio por México ya padeció una andanada presidencial para desprestigiarle, en la que fueron utilizados medios oficiales y oficiosos. Si bien toda esa operación entró en una pausa luego de que el INE dictó medidas cautelares contra AMLO, nada impide que se reactive.
Porque Andrés Manuel será de distintas formas el gran actor de estos comicios. Estará en la boleta como la oferta de continuidad que enarbolará Claudia Sheinbaum, y en la campaña porque todos sabemos, luego de cinco años de mañaneras, que la imparcialidad o la noción de Estado, no es lo suyo.
Como parte de esa injerencia electoral, sobrevolará la creíble amenaza de que si un actor con alta visibilidad, como podrían ser las y los empresarios, manifiesta su apoyo a la oposición podría súbitamente padecer auditorías, cancelación de contratos o permisos, y hasta acusaciones gubernamentales.
No está por demás decir en este arranque de las precampañas que uno de los retos más importantes a vigilar en esta fase proselitista, la primera formalmente legal a pesar de que llevamos meses en esta dinámica, es que la competencia se dé en un ambiente de genuina equidad.
Si de parte del gobierno federal, y esto aplica para todos los gobiernos de las entidades, no se tiene el compromiso de abstenerse de utilizar medios y recursos públicos en favor de los candidatos del mismo partido que el Presidente o los gobernadores, habremos retrocedido democráticamente.
Es cierto que en su momento el propio Vicente Fox traicionó su promesa de cambio al interferir en el proceso electoral de 2006, pero también lo es que no hay manera de comparar lo que hizo el guanajuatense con la forma en que estos años Palacio Nacional ataca a todo tipo de opositores o críticos.
Descontada esa tendencia de Andrés Manuel por favorecer a los suyos y denostar a opositores y prensa, la cuestión es qué harán otros actores en el proceso electoral que va arrancando: asumirán sus derechos y su libertad, o se someterán, entre otras cosas, con el argumento de que a ellos les va bien.
Al inicio de la precampaña no hay manera de hacer reset de lo que ha ocurrido desde 2018. El presidente de la República no aceptará las acotaciones que establece la ley o las eventuales determinaciones que en su contra dictaminen el Instituto Nacional Electoral y/o el Tribunal Electoral.
Lo que viene se parecerá a lo vivido. Con el agravante de que las elecciones deberían representar una ventana de oportunidad para reestablecer términos y condiciones de lo que todos los sectores de una sociedad, no sólo los partidos políticos y sus candidatos, quieren para el mañana de un país.
Que el miedo –o el temor, si quieren un eufemismo– forme parte de un proceso electoral, que sea un factor que pese en decisiones de unos o en las indecisiones de otros, supondría una regresión de décadas. Qué paradoja que justo cuando gobiernan quienes se dicen de izquierda resurja ese fantasma.
Una de dos, o Xóchitl Gálvez yerra al dar por descontado que habrá quien se corte de participar o apoyar por miedo a AMLO, o muy pronto tendrían que verse muestras del compromiso de las cámaras empresariales para actuar con imparcialidad y ejercer su independencia (no se rían).