La candidata Claudia Sheinbaum sostiene que, de ganar, imprimiría su estilo en un gobierno de continuidad.
A pesar de ello, persisten dudas de la sombra que le haría el actual Presidente, el primero desde Lázaro Cárdenas en salir de Palacio Nacional con un liderazgo social que no es previsible que se diluya cuando alguien más se siente en la silla del águila.
AMLO creó un movimiento a su imagen y semejanza. El ímpetu de éste se ha traducido en gubernaturas, diputados locales y municipios; y el 2 de junio se validará en la renovación o conquista de un puñado de estados, y de la primera bancada en el Congreso de la Unión.
Aunque sus abanderados sufrieran significativos descalabros el 2 de junio (incluso, especulemos, una derrota en la capital de la República), de seguir las cosas como van Andrés Manuel cerrará su gobierno el último día de septiembre lejos de una crisis electoral o de imagen.
Si al entregar la banda se retira o no a la vida tropical, es una especulación aparte; pero como ya anunció que refrendará con gira del adiós su vínculo con quienes le aplauden prácticamente toda decisión, es claro que el 1 de octubre seguirá siendo el líder del movimiento.
Por ello, en esta ocasión el real traspaso del poder de un mandatario a otro (a otra en este caso), más allá de la formalidad de la protesta ante el Congreso, estriba en saber quién decidirá en los años por venir, en lo cotidiano y en lo estratégico, en el movimiento.
Sheinbaum tiene muy claro que movimiento es una palabra que define algo que rebasa a su partido. La candidata sabe que hay gente que milita en lo que promueve López Obrador independientemente de querer acercarse o pertenecer a Morena.
En ese sentido, el partido es uno de los instrumentos del movimiento. No uno menor, mas no el único. El movimiento es, por supuesto y sobre todo, la gente, la calle.
Para subrayar cuán potente ha sido la capacidad de AMLO de que la gente le siga, recordemos que ya una vez al llamado del tabasqueño los lopezobradoristas dejaron al PRD en calidad de cascarón (y una década después su nuevo partido era la fuerza hegemónica).
En un país educado (es un decir) por el PRI en la grilla, una sucesión presidencial morenista abre una interrogante crucial: ¿quién mandará en el partido oficial? ¿Se repetirá lo que ocurría en la era tricolor, cuando el jefe del partido y del gobierno era uno solo como, de hecho, es hoy?
A partir del 1 de octubre, ¿qué hará consigo mismo ese jarrón chino llamado Andrés Manuel para no estorbar, para no ser el vivo recuerdo de que existe la revocación de mandato y él tiene toda la capacidad para movilizar?
Parte de la respuesta radica en si Sheinbaum logrará hacerse del partido; no sólo frente a quien fundó el movimiento, sino –igual de importante– ante cuadros lopezobradoristas que se sentirán con autoridad para incidir en el rumbo.
¿Aceptarán liderazgos eminentemente lopezobradoristas someterse a un proceso que nunca han vivido: mudar de piel, cambiar de líder?
¿O querrán ser, a costa de enfrentamiento sordo o ruidoso, los defensores de la doctrina sobre cualquier cosa que pretenda impulsar la ganadora de Morena?
Antes de prefigurar si Claudia y AMLO se distanciarán, chocarán o aquella se supeditará a éste, Sheinbaum debe hacer bueno su liderazgo en el partido, en el que algunos compañeros le dirán, al resistirse: no ganaste, ganamos quimosabi; y en el movimiento no triunfamos solos, sino gracias a ya sabes quién.