Claudia Sheinbaum y Andrés Manuel López Obrador coinciden plenamente. Ambos creen que vivimos un momento fundacional, que su responsabilidad es cimentar un viraje histórico. Por ello, la segunda buscará consolidar la obra del primero, hacerlo el mejor expresidente.
Cuando en los sexenios anteriores ganaba de nuevo el partido en el poder, la llegada de un mandatario no suponía falta de margen, salvo el que fijaba el Presupuesto, para corregir, cambiar, agregar, quitar. La continuidad era política, no necesariamente de gestión administrativa.
Contra quienes auguran un maximato, y contra quienes creen en que al sentarse en la silla la presidenta –a la vieja usanza– tomará distancia, si Morena gana la Presidencia el 2 de junio ocurrirá una cosa muy distinta: Sheinbaum tendrá una agenda dual.
La primera: procurará, antes que nada y sobre todo, consolidar la agenda de cambios iniciada por López Obrador. En todos los ámbitos, no sólo en proyectos como el Tren Maya o la refinería. Por ejemplo: no se reinstalará la convivencia plural de la transición 1994-2018.
La segunda: agregará elementos temáticos propios –energías renovables, digitalización, preparatorias allí donde hay secundarias, polos de salud descentralizados para análisis clínicos y seguimiento médico, etcétera–, además de, claro, imprimir su estilo personal.
De forma que sin que haya tutelaje o subordinación, a partir del 1 de octubre la presidenta se afanaría en que a López Obrador le vaya bien como expresidente, que su valoración positiva se consolide –o incluso crezca–, que todo problema sea atajado sin empañar al actual sexenio.
No habrá las clásicas tres cartas, donde la primera misiva del antecesor contiene la recomendación de culpar a quien estuvo inmediatamente antes de los asuntos escabrosos, de las crisis, de los cadáveres que surjan al remover el clóset, de la ineficiencia.
Sheinbaum es lopezobradorista. Su ideario es el del hoy Presidente. No se entiende sin él. Tendrá independencia y autonomía, pero más que nada operará bajo el arco ideológico de la causa del tabasqueño, a quien debe su carrera política, salvo la que hizo en tiempos universitarios.
Todo lo anterior sólo agregará complejidad a su labor gubernamental. Su margen de acción estará limitado, más que por la amenaza de la revocación de mandato, por su compromiso genuino, asumido, de que el sexenio de AMLO tiene que seguir ganando batallas en el suyo.
El problema, por supuesto, es que heredará un gobierno disfuncional al punto de la negligencia, uno donde con la engañifa de la austeridad se quitó dinero a cosas importantes mientras alimentaban megaobras, uno donde la estructura burocrática –cualitativa y cuantitativamente– es raquítica. Y todo sin contar los cuadros del movimiento, tan leales como ineficientes, que no querrán soltar el hueso.
Morena a partir de octubre seguiría culpando al neoliberalismo de cuanta crisis surja, justificando al grado de ensalzar los esfuerzos del sexenio 2018-2024, y cuando el ruido distractor de las mañaneras se apague, harán mutis para nunca aceptar lo mal que encontraron la casa.
Esa manera de gobernar supone algo más complejo que el supuesto maximato que algunos juran que llegará. La nueva generación teme dilapidar lo que creen que Andrés Manuel logró. Al ponerse deliberadamente debajo de ella, la sombra de López Obrador los perseguirá día y noche, y les dificultará tomar las mejores decisiones.
Como la brújula de Sheinbaum será ideológica antes que pragmática, lopezobradorista antes que realista, orientada a que el sitio de AMLO en la historia no se desmorone, el espacio para la política será reducido y no pocos terminarán extrañando el oficio del hoy Presidente, cuyo arrastre estorbará a su sucesora.