La Feria

Sheinbaum y la necesaria ruptura

Claudia Sheinbaum no tiene por qué cargar con la herencia de la corrupción. El valor a tutelar es la noción de que hará un gobierno efectivo y limpio.

Las ligas de Andrés Manuel López Obrador con algunos de los personajes más polémicos de su administración tienen décadas de historia. Piénsese, por ejemplo, en Ignacio Ovalle, a quien ha perdonado su desastre en Segalmex.

AMLO y Ovalle se conocen desde los años 70. Éste fue su jefe en el Instituto Nacional Indigenista y fue también su promotor frente a Clara Jusidman, cuando se le achicó el espacio en su primera aventura política en su natal Tabasco y tuvo que migrar laboralmente al DF.

Jusidman le empleó en lo que hoy es la Profeco y si ahora el mandatario presume que se retirará pensionado porque logró acreditar su paso burocrático en los setenta y ochenta, no se estira demasiado la liga si se dice que le deberá parte de esa pensión a Ovalle.

El discurso de honestidad y de celo en el cuidado del erario de Andrés Manuel se estrella en la realidad de colaboradores como Ovalle. Cuán honesto puede ser el consentir en un puestazo a su amigo a pesar de que el paso de éste por Segalmex es sinónimo del (hasta hoy) mayor desfalco del sexenio.

López Obrador ha sido indulgente con gente como Ovalle al nivel de la ignominia. El Andrés Manuel de la oposición nunca hubiera dejado pasar a ningún presidente el que mantuvieran becados a funcionarios exhibidos por su inoperancia al frente de puestos públicos.

Además de agradecimiento por tiempos idos, otra explicación –nada justificable– a la resistencia del tabasqueño a despedir, y ya no se diga a procesar, a malos integrantes de su gabinete o pésimos gobernadores es negar la corrupción tapando el Sol con su mañanera.

Así fue el sexenio. López Obrador se echó a cuestas todos los escándalos y no cedió en ningún caso –salvo quizá en el de Carlos Lomelí, su delegado en Jalisco, que tampoco sufrió gran castigo pues al final de cuentas será senador de Morena a partir de septiembre–.

El cambio sexenal debería suponer una vuelta de página en el combate a la corrupción. Eso es lo que más le conviene a Claudia Sheinbaum porque sobre todas las cosas tiene que cuidar su imagen de honestidad y su promesa de hacer un gobierno más técnico.

La contundencia del triunfo de la virtual presidenta electa proporciona el mejor argumento para definir reglas muy estrictas sobre lo que no se tolerará a partir del 1 de octubre. Y en ese recetario el valor a tutelar es la noción de que hará un gobierno efectivo y limpio.

Desde 2018 con AMLO se impuso una lógica de que el fin justificaba los medios. Que ningún despiste, negligencia, corruptela, fallo o abuso sería procesado hasta sus últimas consecuencias a fin de no dar a los adversarios la razón sobre denuncias de mal desempeño o corrupción.

Esa lógica política, que incluía pagar lealtades, generó sobrecostos en las megaobras y ya retrasos en las mismas. Pero había dinero. Así que el Presidente toleró las disfuncionalidades de algunos de sus compañeros del movimiento cerrando los ojos ante graves abusos.

Claudia Sheinbaum no tiene por qué cargar con esa herencia. Su sexenio tendría que marcar una ruptura y marginar del servicio público a quien no funciona, en principio, y más aún a quienes ya defraudaron la confianza que en ellos se depositó.

Los nombres que Sheinbaum ha dado de la primera línea del futuro gabinete serán genuinamente prometedores si son reforzados con nombramientos similares en espacios secundarios donde se abandone el premio a la lealtad sobre la experiencia.

Esa ruptura granjearía respeto a la próxima presidenta. No más Ovalles.

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