Al viejo PRI se le mareó la brújula cuando se resquebrajó la disciplina –el obligado sometimiento– al presidente de la República. Soplaban aires de apertura en el mundo de los ochenta, algunos priistas quisieron ser cosmopolitas… y los echaron.
Quienes en la antesala de la sucesión de 1988 protagonizaron esa ruptura, tuvieron su primer triunfo al apoderarse del concepto mismo de su causa: la Corriente Democrática abolló la simuladora imagen del partido de la “dictadura perfecta” (Vargas Llosa).
El Revolucionario Institucional se afanó en restaurar su fachada: en el sexenio siguiente fueron cosmopolitas en lo económico. Puertas adentro y en lo nacional, sin embargo, una vez más resistían la democracia.
Las crisis de 1994 fueron la confirmación del diagnóstico de quienes una década atrás demandaron al PRI cambiar la correlación de fuerzas entre sus integrantes y su presidente real, no el nominal (siempre impuesto por aquel).
Nada sustancial cambiaría sino hasta que un presidente de la República abandonó a su partido. Ernesto Zedillo aún recibe reproches por la “sana distancia” (y falta de apoyo legal e ilegal) al instituto que lo impulsó a Los Pinos.
Al quedarse sin jefe nato, el PRI se reorganizó a partir de liderazgos en los estados (en los 12 años del PAN en la Presidencia tuvieron siempre más de la mitad de las gubernaturas) y de los barones del Congreso más los de los llamados sectores (sindicatos, sobre todo).
Gozaron además de viento a favor. Un pusilánime y chato Vicente Fox no se planteó gobernar sin ellos. Felipe Calderón, puesto contra la pared por los obradoristas, transó apoyos con los priistas en la elección de 2006 y ya nunca pudo zafarse del abrazo de esa boa.
A pesar de los privilegios, y de que el PAN no les hizo pagar delitos y excesos de la “presidencia imperial” (Krauze), la cofradía priista no era feliz en la oposición. Su naturaleza es reinstalar el cetro en las manos en que a ellos les es más funcional.
En 2012 lograron su triunfal retorno, pero sin haber entendido la principal lección: que los tiempos habían cambiado, que eso que los echó del poder 12 años antes –la demanda de democracia, justicia y honestidad– seguía vigente y apremiaba.
Enrique Peña Nieto era el menos apto para una presidencia moderna del PRI. Porque su virtud era su principal deficiencia. Provenía de la cantera más rígida, menos repelente a la corrupción, más anticuada en tantos sentidos. Incluido el que tocaba a gobernar a su partido.
El último presidente priista se dio lujos que obedecían a una era pasada. Impuso al frente del tricolor a gente que, por su poco o nulo arraigo, se le indigestaba a no pocos –Enrique Ochoa, digamos– y, por supuesto, designó candidato a, of all people, José Antonio Meade.
Si lo de un nada priista y gris candidato como Meade (y la persecución del panista Ricardo Anaya desde la PGR) fue o no parte de un pacto con Andrés Manuel López Obrador, es ocioso discutirlo: Peña Nieto vive feliz (suponemos que de sus rentas) en su destierro español.
Seis años después el Partido de la Revolución Mexicana está en manos de Alejandro Alito Moreno, nombre que es ya sinónimo de efectivo gandallismo. Han (hemos) decretado la muerte del PRI. Quizás, en efecto, el deceso no ocurra pronto.
El nuevo PRI buscará, como el viejo, que la presidencia de la República sea su única brújula. Rumbo incuestionable. Engancharse a ese remolcador está en su naturaleza. Con panistas en Los Pinos era antinatura. Con Morena en Palacio no lo es. Para nada. Hasta tiene sentido.