A reserva de que la reforma al Poder Judicial aprobada por la mayoría oficialista en la Cámara de Diputados no contenga algunas sorpresas, inesperados asuntos de fondo o forma que hagan necesario regresarla a San Lázaro, ¿qué va a pasar ahora?
Lo más probable es que, sin reparar en peticiones, amparos o protestas, el oficialismo apurará también en el Senado la aprobación de la iniciativa propuesta por AMLO y votada el 2 de junio.
De ser el caso, pasará a los congresos estatales, donde Morena tiene sobrados números para otra mayoría, de forma que el inicio de la desaparición del PJ actual ya sólo dependerá de Palacio Nacional.
Quienes pensaban que con la nueva legislatura cabía la posibilidad de negociaciones o moderación oficialista tienen desde el martes motivos para aceptar la realidad.
Si no hay sorpresas, pues, en la tercera semana de septiembre se habrá consumado la intentona de Andrés Manuel López Obrador de despedirse de la Presidencia erradicando el modelo de justicia federal que se venía construyendo desde 1994. Qué seguiría.
La publicación en el Diario Oficial de la reforma, con o sin ritual estilo López Obrador, ocurriría a horas de que la nueva presidenta tome posesión de la titularidad del Poder Ejecutivo, lo que abre una nueva expectativa, o al menos renovadas especulaciones.
Conviene recordar algunas premisas para encuadrar el futurismo sobre lo que hará Claudia Sheinbaum con respecto a la reforma judicial (y, dicho sea de paso, con otras del plan C que podrían también ser pasadas en fast track en septiembre).
Primera. Sheinbaum sí cree en reformar el Poder Judicial. Tiene esa idea de tiempo atrás. No discrepa de Andrés Manuel en gran cosa de la iniciativa. Y de ninguna manera sorprenderá con intento por retrasar o desdentar las nuevas leyes al implementarlas.
Segunda. La presidenta electa es muy consciente, como pocos en la política mexicana, de la correlación de fuerzas existente hoy en el movimiento en el que milita. Y aunque fue adoptada por el mismo, no es aún su líder indiscutible. No hoy, ni necesariamente el 1 de octubre.
Tercera. Como presidenta, Claudia se empleará en asumir una postura bifronte. En el inicio de su mandato tendrá especial cuidado en lanzar mensajes para ambas tribunas; a los de casa, certidumbre de que la reforma seguirá; a los de ajenos, que no tienen de qué preocuparse.
Cuarta. A diferencia de estos días, en que Andrés Manuel tiene nulos incentivos para moderarse (sería anticlimático en su triunfal despedida política), ella vivirá exactamente lo contrario: ha de establecer pronto la base del clima para los siguientes años, perfilar su estilo y ritmo.
Quinta. El 1 de octubre Sheinbaum recibirá una economía cuestionada por socios, calificadoras e inversionistas. Nadie de buena fe le criticará por lo que no hizo en el plan C, pero se le exigirá que las cosas a partir de esa fecha mejoren, se tranquilicen o, al menos, no empeoren.
Sexta. En ese contexto, el contraste de incentivos entre el saliente y la entrante es crucial. Ella no podrá culpar a su antecesor de la situación, y por lo mismo estará urgida de que propios y extraños adviertan que quien tiene el timón no se arredra, pero tampoco alimenta la tormenta.
La primera mujer presidenta de México quiere ser ejemplar en su conducta personal y en su desempeño. Esa meta guiará el quehacer de Claudia Sheinbaum.
Ante cada coyuntura actuará con apego al credo obrarista, pero también con la conciencia de su enorme responsabilidad histórica y de la crítica coyuntura en que asume. Ello implicará un significativo cambio.