Este domingo al mediodía se dio a conocer una iniciativa lanzada por el BID Invest (parte del Banco Interamericano de Desarrollo) y el Consejo Mexicano de Negocios, entidad totalmente privada. Ambos organismos anunciaron la creación de un fondo para dar créditos a micro, pequeñas y medianas empresas. La noticia es muy buena por al menos dos grandes razones.
Mediante este programa, hasta 30 mil empresas podrán aspirar a créditos por un conjunto de recurso global de 12 mil millones de dólares (alrededor de 290 mil millones de alicaídos pesos). Para miles de emprendedores mexicanos, sin duda se trata de una información esperanzadora.
Pero destacaría otro elemento de este anuncio. Uno más sutil, pero igualmente poderoso. Se trata de una iniciativa que no incluye y menos depende de gobierno alguno. Aunque en el boletín de anuncio de los créditos el BID y el CMN subrayan que cuentan con "el respaldo" de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, y que incluso agregan que buscarán "la colaboración y apoyo de la banca comercial local, inversionistas internacionales y de la banca de desarrollo (subrayado mío), para movilizar recursos adicionales", esta iniciativa tiene la virtud de no depender del humor que se transpire en Palacio Nacional. Justo la medicina que necesitamos urgentemente para las organizaciones de la sociedad civil y no pocos académicos y opinadores en estos momentos. Me explico.
Buena parte de la sociedad civil ha desperdiciado ya casi dos años por no querer aceptar, y menos entender, que las cosas cambiaron el 1 de julio de 2018.
Con el triunfo electoral del hoy presidente Andrés Manuel López Obrador inició un proceso de cambio radical que ha sido resistido, con raquítica imaginación y menos éxito, por una serie de entidades particulares, algunos medios de comunicación y (acaso) un puñado de gobiernos estatales.
Incluso después de su abrumadora victoria electoral, ONG de distinta índole, think tanks, empresarios, editores de medios de comunicación, opinadores e incluso políticos han cometido una cadena de errores con respecto a López Obrador: subestimarlo a él en lo personal (de nuevo), desdeñar sus proyectos (de nuevo), y usar a la vieja y parchada ley mexicana (en un país ahogado en impunidad y desprecio por las normas) como un mantra mediante el que pretendieron y pretenden conjurar cada decisión del mandatario que tiene en el bolsillo 30 millones de votos.
Como las cosas no resultaban de la manera en que les hubiera gustado a los que no apoyaron a AMLO, ese colectivo que no existe como tal pero que sí ha logrado ser retratado por Andrés Manuel como "los conservadores", terminó por, paradójicamente, convertirse en la ficha que el Presidente necesitaba para hacer más creíble su narrativa de que el gobierno del cambio "verdadero" estaba bajo ataque o persecución (sin descartar la paranoia del personaje, si gustan).
En vez de reconocer el error de su estrategia, las voces opositoras saltaron de inmediato a la descalificación, quizá porque creían que las críticas harían mella en el ánimo presidencial, quizá porque confiaban en que, como a tantos otros presidentes, 'la realidad' se iba a imponer y el mandatario terminaría por ser un gradualista más, acaso uno más enjundioso, pero que para nada sería capaz de cambiar las variables de lo construido en México en 40 años.
Desde antes del 1 de diciembre de 2018, AMLO se ha cansado de demostrar que no es gradualista, que no se iba a dejar capturar por esa 'realidad' construida para una 'estabilidad económica' que dejaba en la miseria a la mitad del país, y que no hay tormenta que le haga modificar su plan (que este resulte bien o sea catastrófico es otra cuestión).
Frente a ello, ¿cómo han reaccionado los que no se han querido desengañar? Como aquel (aquella) 'ex' que amanece/anochece diario sin poder contenerse: lo primero que hacen es estar pendiente de qué dice en la mañanera para agarrar el rebozo digital y soltar su improductiva indignación sobre el nuevo anuncio, u ocurrencia, del mandatario. Y así tooodos los días.
Y cuando consideran que la situación así lo demanda, incluso redactan cartas, la firman los abajofirmantes de siempre, y las envían esperando que el titular del Ejecutivo atienda las razones expuestas. ¿Resultado? El silencio, la sorna o la descalificación, pero nunca la apertura al diálogo.
Porque en eso López Obrador tiene razón. Ni se resignan, ni admiten los hechos: el Presidente no los quiere, no considera a la sociedad civil como algo valioso. Grave, pero sobre todo real.
Ojalá los abajofirmantes vean en el anuncio del BID y el CMN el ejemplo de la única salida que queda frente a la crisis económica.
A este gobierno, aunque tenga obligaciones por la vieja ley, no se le puede pedir nada. Hará lo que quiera. Y resistirlos pasa, antes que nada, por desechar lo que sirvió en el pasado (ejemplo: las cartas abiertas de los abajofirmantes) y reinventar salidas SIN el gobierno.
El problema no es si esto es ingenuo –intentar salvar a un país como México sin que en el plan esté incluido el gobierno federal–, el problema es que no hay de otra: López Obrador no volteará a ver al macizo de las 4 millones de empresas micro, pequeñas y medianas en México de las que dependen casi 80 por ciento de los empleos.
O creamos las salidas por nosotros mismos, o redactamos otro desplegado. Digan.