Quienes el sábado desesperaban por la tardanza de AMLO en felicitar a Joe Biden, quienes horas más tarde lamentaron la negativa del tabasqueño a la misma, pasan por alto que no estamos ante un presidente normal, uno que analizaría –como es de esperar– todo lo que ocurre calculando cómo afecta al país, sino uno que atisba los acontecimientos sólo con respecto a cómo podría verse dañado su proyecto.
Andrés Manuel López Obrador es un pragmático. Como candidato, atizó contra Trump. Como presidente, logró una relación con su par estadounidense, cuya capitulación en temas migratorios o frente a ofensas por el muro no conoció límite, pero que, a cambio, estuvo libre de descalificaciones a su persona o proyecto, situación que AMLO atesora más que la indignidad de habernos convertido en los policías de EU en la frontera sur y hasta en la norte.
Por eso la visita del mexicano a Washington: López Obrador aceptó tan desigual trueque sin remilgos porque bien valía esa misa en tanto Trump lo consintiera a él y su gobierno cerrara la puerta a audiencias con otros actores mexicanos. Parafraseando, el estadounidense será un déspota, pero era el déspota exclusivo de Andrés Manuel, ese con el que negociaba perseguir con la Guardia Nacional a migrantes centroamericanos a cambio de silencio sobre su "investidura": mientras diga que me respeta, qué importa ser el patio trasero donde EU expulse niños sin padres. Hago lo que me pidas, mientras no me lo pidas en público y no veas a nadie más de México, digamos.
Ahora, después de que el sábado Joe Biden lograra los votos para ocupar la Casa Blanca, es previsible que el tabasqueño tendrá dos líneas de acción. De nuevo desde el pragmatismo buscará un nuevo acuerdo para su gobierno, que no necesariamente para México, con el próximo presidente. Y, contra lo que otros desearían –igualarnos con otras naciones o mandatarios de talante global al mostrar alivio por el fin del trumpismo– relanzará la idea de que México hace las cosas a su manera.
Es de que no, los de antes no quieren entender, esto ya cambió, y parte del cambio es recordar, porque lo habían olvidado, lo menospreciaban, que somos un país ú-ni-co. Ú-ni-co, ¿entienden? Así que respetaremos a todas las naciones, pero sólo seguiremos la ruta de nuestros ancestros. O algo así será lo que escuchemos de ahora en adelante.
Quienes pensaban que la caída de Trump encarecería a AMLO sus desplantes (en la lógica de que el mexicano era excéntrico pero en otros países, empezando por Estados Unidos, no cantaban mal las rancheras), tendrán a un López Obrador que se aferrará aún más a explotar la chovinista idea de que somos irrepetibles y que, por tanto, si el mundo va para un lado, por nosotros que le vaya bien.
Sacará provecho, igualmente, del histórico recelo frente a Estados Unidos; hará pasar como ejemplo de no intervención el aislacionismo, y como patriotismo el "no fuimos corriendo a abrazar" a los nuevos gobernantes.
Es pueril pensar que el 'prudente' silencio de AMLO se debió a que calculaba costos de una reacción de animal herido por parte de Trump en las semanas que pasarán de aquí a la toma de protesta de Biden.
No. AMLO sólo ve a EU en razón de que no se convierta en un escollo para su proyecto, así que negociará en lo oscuro cuanto sea necesario al tiempo que, en público, alimenta la noción de que somos únicos, que él sí sabe darnos nuestro lugar en el mundo, aunque este sea puro, pero efectivo, patrioterismo.
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