La crisis viene de atrás. Imposible, y pernicioso, caer en la tentación de culpar de todo, y en concreto de esto, sólo a Andrés Manuel López Obrador. El sistema está podrido, en parte debido a eso fue que el tabasqueño ganó en 2018, en parte debido a eso es que él gobierna (es un decir) sin oposición. Pero con Baja California, un umbral se está cruzando. Uso el gerundio en la esperanza de que no estemos ante hechos consumados.
En el lugar donde nacieron las grandes alternancias de México, 30 años después se cuece una traición democrática de grave pronóstico.
Los símbolos cuentan. Quién nos iba a decir que de esa alegría que fue el triunfo de la oposición en Baja California en 1989 germinaría, tres décadas después, la fisura que sacude como nunca antes el principio de sufragio efectivo, no reelección, caro anhelo centenario.
A pesar de que la podredumbre política se volvió habitual, padecemos una involución inédita: lo ocurrido la medianoche del lunes, cuando el Congreso de BC aprobó dar tres años más a la duración de una gubernatura, nos lleva a un terreno impredecible.
Se ha roto un pacto fundamental: ya ni el principio de que la competencia electoral es la única vía para acceder al poder se respeta, ya ni las formas se guardan.
¿Cómo llegamos aquí? La camarilla gobernante de varias décadas creó un pacto de impunidad. En aras de no trastocar sus privilegios como élite, los partidos se perdonaron unos a otros toda clase de villanías. Sin reparar en los costos sociales, todo acto de irresponsabilidad, negligencia, impericia, despilfarro y corrupción, todo escándalo de la clase gobernante, pues, tenía como destino un solo puerto: la clase políticoempresarial acordaba ofrecer un chivo expiatorio y dar vuelta a la página. Impunidad real.
Ese sistema se volvió cada vez más eficiente, lo que bien leído se traduce en que el sistema fue cada vez más cínico en sus métodos, y los límites de lo que se permitía se expandieron de a poco, y no tan de a poco, sin cesar. Hasta que llegamos aquí. A Baja California 2019.
Desde diciembre pasado, Andrés Manuel López Obrador ha dejado bien claro que los mayores atracos no pueden ocurrir en México sin el conocimiento, y la aquiescencia, del presidente de la República.
Lo de Baja California es así. Tan flagrante que resulta inimaginable sin la simpatía, o autorización, del jefe del Ejecutivo federal.
De López Obrador podremos tener dudas fundadas sobre su dominio de la técnica para gobernar. Pero en oficio político no hay quien le gane. Suponer que no tuvo conocimiento previo de lo que se cocinaba en Baja California es tan cándido como pensar que AMLO habría visto con buenos ojos que Miguel Ángel Yunes, que también tuvo en sus manos una minigubernatura de un par de años, hubiera maniobrado para que el Congreso veracruzano le regalara más tiempo como gobernador.
Cada mañana, desde Palacio Nacional el presidente toca el badajo para alertar de cosas que le parecen indebidas. Su beligerancia sólo repara en formalismos cuando le conviene. Ayer no tuvo empacho en permitir (una vez más) el linchamiento de jueces, exhibidos por dar amparos que no le gustan, pero con igual naturalidad trató de escurrir el bulto cuando le cuestionaron sobre Baja California, donde un militante de su partido, y alguien que le ha patrocinado, sería el beneficiario de más del doble de tiempo al frente de la gubernatura, periodo que no fue decidido en las urnas.
El tema ha suscitado en la prensa menos espacio del que debiera; pero no resulta sorprendente, por desgracia, que el Senado, llamado a cuidar que los estados no atenten contra la gobernabilidad y la República, también dé poca atención a la intentona, adormilado como está por la égida morenista. O quizá sea que también los otros partidos quieren darse un festín con esta nueva manera de adjudicarse cargos.
Hay quienes, dotados de buena fe y confianza en la fortaleza de las instituciones mexicanas, sostienen que lo aprobado por el Congreso de Baja California no se materializará. Ojalá. Sin embargo, el problema es que bajo esa lógica la iniciativa no debió siquiera presentarse en el Legislativo de aquel estado (como ocurrió en más de una ocasión), ya no digamos transitar a una aprobación. Y a pesar de ello ocurrió.
Desde la más alta responsabilidad que cualquier mexicano puede tener, al menos por omisión Andrés Manuel auspicia la ruptura del orden democrático.
En Baja California hubo una primera vez. Una alegre. De vitalidad democrática. Asistimos hoy a una segunda primera vez. Una sombría. Donde un Congreso en tiempos del multipartidismo se atreve a desafiar la voluntad de las urnas. La democracia, nuestra democracia, ha sido vulnerada.