La Feria

Choque de trenes

El cambio de modelo es radical, excluyente y confrontativo. Así lo ha decidido AMLO. No es una transición de terciopelo, menos una transformación pactada con otras fuerzas, escribe Salvador Camarena.

El país está condenado a un choque de trenes. De los fierros retorcidos de esa confrontación saldrá algo impredecible.

Buena parte del poder político-empresarial constituido desde el porfiriato fue desplazado en la elección de julio de 2018; aunque, eso sí, tal élite no ha terminado de caer.

Y en su lugar ha irrumpido un grupo, pequeño, pero con mucho apoyo popular, que pretende instalar un nuevo orden de las cosas.

La élite tradicional ha contenido el aliento frente a disposiciones del nuevo gobierno. Se puede decir que el primer tramo de la administración está cerrándose. Inició antes del 1 de diciembre y con un gran evento: la cancelación del aeropuerto de Texcoco. Si mi conclusión no es muy prematura, esta primera etapa del cambio concluye con la renuncia de Germán Martínez al IMSS. No por la renuncia en sí, sino por las señales que de la misma se desprenden.

La defección de GM abolla en definitiva la esperanza que algunos tenían de que las palomas del gabinete podrían "meter sensatez" a un modelo talibán de supuesta refundación. El Presidente no va a cambiar. Antes que atender las advertencias de la renuncia de Martínez, dejó claro que desde su punto de vista, el expanista no aguantó el ritmo y las implicaciones draconianas del cambio que propone.

Al mismo tiempo, con la salida de Martínez del gabinete, esa élite tradicional pierde a un interlocutor que no los representaba (el compromiso de Germán con el proyecto de AMLO es genuino, fundado en la posibilidad de igualar a un país salvajemente desigual), pero con quien sí podían dialogar. Y de esos no hay muchos en el gobierno federal.

En el otro frente, López Obrador ha ido endureciendo la retórica de la podredumbre heredada y los personajes e intereses detrás de la misma. Pero no es sólo una cuestión de narrativa. La publicación el lunes por parte del SAT del esquema de evasión fiscal, que eso es lo que permitieron Calderón y Peña Nieto al condonar 400 mil millones de pesos de impuestos, marca un punto de difícil retorno.

El Presidente entregará los nombres al INAI del medio centenar de empresas y empresarios que, tras haber gozado de multimillonarias condonaciones, se han amparado para que no se publiquen sus identidades, mismas que ayer dio a conocer en su primera plana el periódico Reforma. Sobra decir que al revisar el listado, nadie se sorprendió: están casi todos los que durante décadas medraron con un modelo rapaz que, en aras de la estabilidad económica, esquilmaba al país, triturando a una clase media y sepultando en la miseria a más de 50 millones de personas.

De igual forma, el gobierno ha prometido los nombres de periodistas que hicieron negocios con la administración Peña Nieto. Esta pulsión presidencial, de ventanear parejo a quienes se considera emisarios y beneficiarios de un pasado corrupto, o a quienes se resisten a acatar condiciones unilaterales, ya lo han padecido distribuidoras farmacéuticas, empresas papeleras y, por supuesto, actores del sector energético (compañías ligadas a la electricidad y gasolineras).

El cambio de modelo es radical, excluyente y confrontativo. Así lo ha decidido AMLO. No es una transición de terciopelo, y menos una transformación pactada con otras fuerzas.

La imposición de nuevas formas de administrar el poder ha encendido múltiples alarmas. Las instituciones del Estado, medio funcionales en general y maquilladas en demasía durante ese sexenio de despropósitos que fue el peñismo, han entrado en crisis. En parte, porque esa era su ruta natural (ISSSTE, Pemex, PGR…), en parte porque López Obrador ha decidido cambiar las prioridades del uso de los recursos al costo que sea.

Por desconocimiento o temeridad, el Presidente cree que México puede no sólo sobrevivir, sino mejorar sin inversión en la ciencia, sin dar prioridad a fortalecer los institutos de salud, sin privilegiar la innovación, sin invertir en contactos internacionales, reduciendo el dinero a la justicia, exentando a la educación de controles, dejando a su suerte al turismo, socavando a los árbitros de varios sectores, imponiendo megaproyectos, etcétera.

Mientras eso ocurre, los empresarios han bajado los brazos. Sonríen al posar junto al Presidente, pero regatean inversiones. El capital se queda en los bolsillos de la IP a la espera de señales que no llegarán. Lo que nos lleva a una situación paradójica: el caldo de cultivo de una crisis es alimentado tanto por el oficialismo como por los poderes fácticos.

En ese curso de caída libre, las cosas pasarán de un distanciamiento sin remedio de los entes que deberían trabajar de la mano, a un costoso recelo, y de ahí a reclamos que podrían convertirse en persecuciones.

La añeja élite extraña un pasado que no existe más. El nuevo grupo reclama adhesión acrítica, sumisión pues. Y debajo del desacuerdo nacional, se percibe el crujir del suelo.

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