Cuando México enfrenta los tiempos más retadores, ocurre un fenómeno que sólo complicará el panorama. La polarización provoca no sólo desencuentros y falta de diálogo, sino algo aún más grave: que personajes con conocimientos y experiencia sean relegados o se automarginen.
El nuevo Ejecutivo federal trajo consigo un discurso que alimenta no sólo la división, sino que incentiva el revanchismo. López Obrador desprecia a casi todo cuadro gubernamental que no llegó al poder con él en 2018, quiere presentarse él y su equipo como gente sin mácula, sin pecado original.
Claro que tal cosa constituye un absurdo. El propio Andrés Manuel no sólo fue priista y vivió del presupuesto en ese 'pasado' que desprecia, sino que, en su paso por el PRD, en tanto dirigente de ese partido y gobernante de la Ciudad de México surgido del mismo, es coautor de muchas cosas de las que hoy reniega, entre ellas leyes electorales que nos rigen y que se formularon por presión suya o de su movimiento.
Así que cuando él y los suyos arribaron a Palacio Nacional, no sólo no venían de una caverna gobernada de manera angelical, más que cristianos de las catacumbas son, ni más ni menos, muestra de nuestra clase política. Y si no, que le pregunten a Pío sobre los modos y costumbres del lopezobradorismo hace apenas unos pocos años.
Pero el inflamado discurso de que no son iguales a sus antecesores, insisto, se ha traducido ya en el poder en una perniciosa condición. Cancela el diálogo y cierra al máximo la negociación. Así, por ejemplo, el Presidente cree que puede diseñar solo, y acaso apoyado en las Fuerzas Armadas, la logística para la distribución de las vacunas.
La responsabilidad del Ejecutivo es, en efecto, diseñar esa estrategia en la emergencia. Pero esa obligación no le exime de escuchar a otros gobernantes, de abrir espacios para recibir opiniones, sugerencias.
El grupo de gobernadores de la llamada Alianza Federalista ha reclamado al Presidente (una vez más) ser tomado en cuenta, ahora para la vacunación. Y el mandatario ha contestado, sin sorpresa, como en ocasiones anteriores: acusando a esos mandatarios de hacer politiquería con la tragedia.
Quien pretende que México se convierta en el país de un solo hombre condena a sus ciudadanos a implorar a la virgen de su preferencia para que, vistos los resultados en otras materias no tan descomunales, en esta grave coyuntura el Presidente sí atine a inventar el mejor de los procedimientos posibles para vacunar a la población.
Lo peor es que no tendría por qué ser así. Incluso si López Obrador decidiera que él es más sabio que todos los otros políticos del país, su gobierno podría convocar, con discreción, a especialistas que están fuera del gobierno federal, a gente formada en el sector salud que ha tenido experiencia en estrategias de vacunación, o a personal de otras disciplinas (protección civil, por ejemplo) que ha lidiado con esquemas de atención a la población en casos como terremotos o huracanes. Gente que hoy, por desgracia, no toma ni llamadas telefónicas en la prensa dado el régimen de revanchas que se ha instalado desde las mañaneras.
Porque, más allá de que López Obrador desdeñe a los gobernadores que protestan, ya no digamos a los agachones que callan, desprecia el talento que el Estado mexicano tenía, cuadros técnicos sin identificación partidista que podrían ayudar hoy, pero de quienes queda claro que ni su voz es bienvenida.
Desperdiciamos talento e ideas cuando éstas más hacen falta para salir de las crisis que nos azotan. La tragedia sólo puede ser peor.