México tiene capacidad para atender más de un asunto a la vez. De hecho, siempre hay varios Méxicos en más de un tema a la vez. Por eso tiene poco o nada de cuestionable que el Presidente proponga cada semana reinventar una agenda distinta. El problema está en otra parte.
Andrés Manuel López Obrador ha sido en la Presidencia el mismo trompo frenético que fue como candidato. Salvo en las noches, que no se le dan en público, su mandato está marcado por una hiperactividad y un empuje de quien sabe que un sexenio no dura, y menos alcanza, para todo lo que un gobernante se propone.
En su equipo lo han dicho más o menos con estas palabras: El licenciado exige y presiona porque sabe que no hay tiempo que perder, pero hay gente en el equipo que no entiende esa demanda.
Ocurre, sin embargo, que el licenciado está prácticamente solo. En cuatro meses ha propuesto a México una agenda de cambios que generan olas propias de un maremoto, al tiempo que la tripulación que le debería ayudar a domar esas tormentas es todo menos experimentada, e incapaz de mandar señales de confianza. Hay excepciones, como siempre, pero son eso, excepciones y ni siquiera nos ponemos de acuerdo en cuáles son.
Así, al arranque de su gobierno López Obrador tiró los planos convencionales y cambió sobre la marcha la ruta general, lo que ha provocado menos sacudidas de las que pudiéramos estar padeciendo, pero más de las que a muchos les hubiera gustado atestiguar.
El ramillete de cambios enfrentará resistencias. Legítimas y no tanto. Hay quienes cuestionan para enriquecer y hay quienes pretenden el inmovilismo que tan rentable les resultó por décadas. Esas resistencias son tan evidentes e incluso saludables. Lo que resiste apoya, decían los viejos priistas.
Pero los cambios muchas veces se marchitan, no por las condiciones adversas del exterior, sino porque un solo hombre, por más histamina que despliegue, él no es el país, ni siquiera es el gabinete.
López Obrador es víctima de su historia. Tiene tanto por hacer, según plantea cada mañana, pero su desconfianza mítica le ha hecho rodearse de un equipo que difícilmente aguantará debidamente el paso, y menos le garantizará que sus iniciativas lleguen a buen puerto.
Por eso los reclamos de que las pensiones –que no son otra cosa sino la savia esencial que debe nutrir el apoyo popular a este gobierno– están rezagadas y no llegan a los viejos, por eso la cascabeleante economía, por eso la desconfianza internacional sobre la política energética, y por eso –entre otras cosas que no tienen visos de ir a bien– las matazones siguen a todo lo que dan por todo el país.
Andrés Manuel tiene una agenda. Por décadas la ha cultivado en su cabeza. De ahí lo ridículos que suenan esos críticos que escriben que el abucheo beisbolero provocó una carta a Felipe de Borbón.
Pero tener muchas ideas no significa tener un plan. Sucede que AMLO no sólo es el vocero cuasi único del proyecto de cambio de régimen. Es, preocupantemente, más que el líder y vocero: prácticamente es el único que empuja e instrumenta tan complejos cambios.
No tiene un jefe de oficina que se sepa qué hace, ni un jefe de la política social que rinda cuentas por los padrones y los apoyos retrasados, ni un canciller que explique las incongruencias de reclamar a España y doblarse ante EU, ni una secretaria de Energía que entienda su responsabilidad…
El Presidente tiene una agenda, una fuerza inagotable y poco más. Muy poco más.