El señor presidente está empeñado en ser todo en el discurso público: el único que habla, pero sobre todo el único que debe ser escuchado.
En su país ideal, nadie tiene legitimidad para hablar de la realidad sino él, y solo él. Ni siquiera algunos de sus más leales colaboradores poseen tal prerrogativa. Altos funcionarios son desmentidos –sin dar razones ni mediar cortesía– a la primera de cambio si el señor presidente cree que le han robado algo, por mínimo o tangencial que sea, de la potestad de ser la voz que decreta que se haga la luz o se ponga la noche en cualquier tema.
Así trata a los suyos.
Con los ajenos tiene otra, pongámoslo elegantemente, estrategia. Si antes existió una mafia del poder, ahora ha adoptado para el diario un nuevo epíteto. Una vez instalado en Palacio Nacional, el señor presidente ha decidido reducir a todos los que objeten cualquier cosa –chica o grande, eventual o sistémica– a una mínima expresión: quienes no aceptan sin chistar las parábolas con las que él todo lo define son "conservadores".
El término conservador, sostiene el señor presidente, tiene para México raíces históricas muy concretas. Conservadores fueron los que mataron a Hidalgo, los que persiguieron a Juárez y fueron los que impidieron a Madero cumplir el sueño democrático. Y como él ya se bautizó como el heredero legítimo de las 'transformaciones' que tales personajes iniciaron, entonces quienes hoy se oponen al gobierno son los mismos que durante 200 años nomás no se resignan a que nuestro país intente ser un poco menos injusto. Ah, qué conservadores tan resilientes.
No me voy a meter a los hoyos del discurso presidencial sobre los conservadores (él, tan liberal, quiere más poderes para las iglesias; él, tan juarista, hace al imperio del norte la chamba sucia en la frontera sur: persigue con policías a niños y adultos indefensos porque Trump se lo ordena).
Quedémonos entonces en que el término conservador se refiere a los apátridas de ayer y de hoy. Y los de hoy son todos aquellos que llegan a expresar descontento con un gobierno sin pies ni cabeza, literal, en demasiadas materias: energética, ambiental, aeroportuaria, de procuración de justicia, fomento turístico, etcétera.
Cualquier cuestionamiento será, por tanto, respondido de manera mayestática: quienes cuestionan son herederos y/o vasallos de los conservadores. Y fin de la discusión.
Si hay niños muertos o heridos en los hechos de violencia del fin de semana, que nadie se atreva a cuestionar si hubo o no tardanza del señor presidente en salir a decir algo al respecto. Las quejas sobre la inseguridad, aseguró ayer a pregunta de un periodista de Reporte Índigo, son básicamente de los conservadores. Y agregó que nadie le va a imponer una agenda, y menos que nadie un medio rejego (palabra mía).
Lo que ayer el señor presidente quiso decir (perdón Rubén Aguilar) es que desaparecida la oposición, agachados los empresarios, arrinconados los órganos autónomos, maiceados bastantes gobernadores, cooptado el poder judicial (en minúsculas) y domado el Congreso, ya sólo queda una voz por aplacar.
El inquilino de Palacio es feliz en un monólogo. No ve, no concibe que los verdaderos medios y los periodistas genuinos son la voz de otros. Por tanto, lo que él llama diálogo circular –las mañaneras– son en realidad calistenia para un ejercicio mayor: escucha preguntas, mas no responde. Porque lo único que busca es imponer una normalidad donde sólo él es digno de ser escuchado. Y si él decide no explicar algo, salirse por la tangente, negar lo evidente, entonces así será.
Por tanto, si él no vio problema en Minatitlán, entonces no existe problema en Minatitlán. Si él ve resuelto el huachicol, entonces el robo de combustible es cosa del pasado neoliberal. Y los medios y periodistas, herejes ante tales filípicas, lo pagarán con menos publicidad y acoso en las redes.
El señor presidente dice que le gusta que haya debate, que le entretiene, que es lo bueno de la democracia, que es sano. Pero el debate genuino presupone algunas reglas. Por ejemplo, que vale lo mismo la voz del mandatario que la del ciudadano, se exprese éste por sí mismo o mediante la prensa; y que la interlocución debe ser atendida, no descalificada, que los mensajeros deben ser respetados, no anulados, como –por lo visto– lo pretende Andrés Manuel López Obrador.
Por todo lo anterior, en México hoy no hay debate, lejos de eso lo que se pretende es imponer un burdo soliloquio. El soliloquio del Palacio.