La Feria

El tamaño del presidente

El titular de un poder legal y legítimo en México renunció al debate sustancial, el que intercambia puntos de vista y contrasta posiciones.

Andrés Manuel López Obrador fue un campeón de los debates. No que los ganara todos, para nada. Pero desde los noventa no rehuyó a presentarse ante rivales de peso, de ahí que por aquellos años se midiera, por ejemplo, con Diego Fernández de Cevallos, o que en 2013 pidiera al presidente Peña Nieto debatir con él la reforma energética. Mas ahora, como titular del Ejecutivo federal, ya no dialoga ni debate; en cambio, ha privilegiado como interlocutores públicos a actores de reparto que ocupan la primera fila de la mañanera. Qué cambio más drástico. Y más a la baja.

El Presidente que presume su admiración a Juárez y Madero "se cartea" a diario, en lo que se supone que es un ejercicio de comunicación pública, con un puñado de personajes hechizos, instalados en Palacio Nacional para la ocasión. De los próceres a los patiños.

El mandatario que promete que encabezará una transformación de la vida nacional ha elegido un diálogo con la nada, un monólogo aplaudido por comparsas de muy, pero muy segundo plano.

El titular de un poder legal y legítimo en México renunció al debate sustancial, el que intercambia puntos de vista y contrasta posiciones; optó en cambio por juntarse a diario con unos correveidiles que le lanzan pelotas bobas para batazos condenados a llegar a ningún lado, porque ese juego ni es legal, ni es entretenido.

Que la mañanera tiene otra finalidad, dirán algunos. Que no es para el círculo rojo, insistirán otros. Que acostúmbrense, ya no hablará con ustedes, los medios convencionales, se engallaran los ocasionados. Como sea.

El Presidente ha insistido que lo que vemos cada mañana en Palacio Nacional es "un diálogo circular".

Si tal "diálogo circular" fuera con su gabinete, en una de esas sería –de vez en cuando, tampoco se emocionen– interesante. O si lo entablara con empresarios de todo tipo y tamaño, quizá valdría la pena. Ya no digamos si el Presidente invitara a gobernadores o miembros del Poder Legislativo a intercambiar posturas sobre problemáticas actuales. O si recibiera las preguntas de activistas, o de víctimas, o de académicos, o de lo que ustedes gusten.

Pero no. López Obrador, aquel que no rehuía debates con los más soflameros de la derecha, que incluso despachaba a presidentes de partidos para exigir que el que debatiera con él fuera Salinas de Gortari, ese mismo político ahora se refugia en los más pequeñines de –ni siquiera se me ocurre el término correcto, pues prensa no son, políticos tampoco, activistas menos, militantes de Morena no creo, golpeadores de medio pelo quizá, en fin—… refraseo: un político que era bueno para el debate, uno al que se le veía con argumentos y espolones en radios y televisión, ahora, desde la Presidencia, se le advierte feliz rodeado de moléculas. ¿Tanto luchar por décadas para acabar en esto?

Y la culpa no es de los que están aprovechando sus madrugadas de fama. Qué va. Ellos no tienen compromiso adquirido en público con México, por tanto, lo que los de la primera fila, y algunas más allá, hagan con y desde su efímera fama mediática es muy su tema.

El que queda en deuda con el país es AMLO, porque, sin advertirlo o por exceso de confianza en sí mismo, parece no advertir que corre el riesgo de irse reduciendo al tamaño de sus interlocutores, de empequeñecer al Presidente de la República.

Y de paso, de esa forma empobrece el debate en México. Que no es que antes fuera de lo mejor, pero no era de este nivel. Ni por mucho. Y que en parte ese buen nivel se le debía a AMLO. Ya no.

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