Juan Pardinas, en una conferencia ocurrida hace meses, nos hacía caer en cuenta que el pasado nos alcanzó. De nuevo podemos llamar tlatoani al Presidente de la República. Tlatoani = el que habla. Hoy somos –lo digo yo, no se lo achaquen a Juan– la nación donde sólo uno pretende hablar por todos. Aunque este fenómeno va acompañado de otro nada simpático. Además del que habla, hay unos cuantos (demasiados) que creen que tienen derecho a insultar a todo pulmón digital. Está el tlatoani, y están otros que no quieren hablar, sino básicamente imprecar.
Hubo un tiempo en que la valentía, en política, consistió en interrumpir al tlatoani. Sobre todo, luego del fraude electoral de 1988, el sistema comenzó a ver la rebelión en las bancadas parlamentarias, que con justa razón interrumpieron el Informe de Miguel de la Madrid de aquel año. Paradójicamente, esos gritos marcaron el inicio de una era de diálogo en México. Las voces que alcanzaban mejores espacios en el debate se multiplicaron y, aunque no sin resistencia, el poder se tuvo que acostumbrar a que ya no era uno solo el que decía, ni todos los que tenían que asentir.
No deja de ser una jugarreta del destino que los presidentes de la alternancia terminaran por abandonar el foro máximo del pueblo –no se rían– y nunca haya nacido una tradición de debate entre legisladores y el Ejecutivo. Incluso las comparecencias de secretarios de Estado son, la mayor de las veces, escenificaciones no sólo estériles, sino insulsas.
El intento de construir un diálogo durante los noventa acabó con el Pacto por México, un acuerdo prometedor que nunca iba a tener éxito por la voracidad rapaz de la administración anterior. Tuvieron todo para demostrar que era buena idea dialogar y pactar, y su criatura terminó engullida por la corrupción y la fatuidad.
De ahí brincamos a la actualidad. Una cotidianidad en la que entronizamos a un señor que increpó en un vuelo trasatlántico al expresidente Felipe Calderón. Uy, qué valiente el señor tenor. Que tan pedestre recurso triunfe en las redes, es lo natural. Que los medios serios le abran sus espacios, es símbolo de que, en la opinión pública, en efecto, prima la cultura del espectáculo de la que hablan desde hace tiempo en Europa.
El Presidente de la República siembra polarización, y los majaderos de toda ralea responden a ese llamado de la selva.
Pero si vivimos entre el soliloquio matutino y los insultos sin chiste ni valor, es también en parte porque los líderes (es un decir) de este país abandonaron la conversación pública en aras de o no confrontar al tlatoani, o de arreglarse con él tras bambalinas. Todos aquellos que fueron a la cena de la dizque rifa le deben una explicación a México. No se mandan solos. También son responsables frente a la nación si pactan cosas públicas en la noche de Palacio Nacional.
Y hay otros mudos de ocasión. Esos que no han entendido el momento. Como las Iglesias, que no han aceptado los crímenes de sus ministros y entonces creen que calladitos se ven más bonitos y escaparán al escrutinio. Su silencio por sus pecados y crímenes sólo aumenta su falta de legitimidad.
Calderón no sólo puede ser sujeto de cuestionamientos, de hecho debe recibirlos; tanto porque en su sexenio hubo errores graves y corrupción, como porque encima quiere volver a la política. Pero el fondo es tan importante como la forma. Ni él se merece grosería del señor del avión.
El expresidente no reaccionó de la mejor manera ese día. Pero sin detenernos en que la inteligencia emocional nunca ha sido su fuerte que digamos, no está en él la responsabilidad por lo acontecido.
Esa está en Palacio Nacional, donde hay un señor que sólo quiere hablar, que no quiere que le interrumpan ni sus paisanos, y que de ninguna manera intenta escuchar. Y ese señor, con su acoso a medios, críticos y activistas, envalentona a las legiones de soeces que hoy podemos ver que son muchas y de toda ideología (es un decir).