Para Andrés Manuel López Obrador, eso que llaman brecha de oportunidad se está cerrando dramáticamente. Y si la desaprovecha, no habrá marcha atrás ni en su sexenio, ni en la manera en que su administración pasará a la historia. Su imagen para la posteridad, pero sobre todo el bienestar de decenas de millones de mexicanos, está de por medio, y no hay signos de que el Presidente tenga conciencia de ello.
No se necesitan credenciales de experto en economía para advertir que la balanza del gobierno mexicano está al borde del precipicio. La crisis mundial por el cierre de las economías más grandes del planeta, obligadas a atender in house la pandemia por el Covid-19, no es ningún catarrito, para recordar a la anterior administración que subestimó las consecuencias internas de un descalabro financiero internacional. Esta vez nos podría dar una gran neumonía de pronóstico catastrófico porque la salud económica de ese paciente llamado México acusaba severos males preexistentes al coronavirus, y al sexenio actual, si hemos de ser justos.
El presidente López Obrador o está mal aconsejado por quienes sólo le alimentan el ego en vez de advertirle lo delicado del momento, o de plano ha decidido poner oídos sordos a los pocos que en su gabinete tienen no sólo una lealtad para con él y su proyecto, sino las credenciales en economía y política para ayudarle a navegar, en la medida de lo posible, las turbulentas aguas de la nueva crisis que podría llevar al país a un doloroso naufragio.
Los mexicanos, no sólo los mercados internacionales, sino la sociedad mexicana en su conjunto esperan señales coherentes del plan que tenga el capitán en la cabeza (si es que alguno).
Han pasado ya demasiadas semanas sin que el Presidente se ponga por encima de la politiquería cuando el contexto actual no es para nada parecido a aquel que vivimos luego de su holgado e incuestionable triunfo electoral.
En los albores de una crisis dual, de pronóstico igual de temible en lo sanitario que en lo económico, quien tiene el timón del país sigue aferrado a una retórica propia de un delirio de persecución, que no sólo ya se desgastó ante la tribuna, sino que incluso desfonda a quienes apostaron por darle el beneficio de la duda a costa, incluso, de las críticas de sus gremios, como fueron los líderes de los dos sindicatos empresariales más importantes del país, Carlos Salazar, del CCE, y Antonio del Valle, del Consejo Mexicano de Negocios.
El hombre de Palacio Nacional está hoy frente a la historia. Se confunde sin remedio, como en su momento ocurrió con Fox, si cree que el umbral de la posteridad se abrió para él en el momento de ganarle al PRI.
No. Reconocer el mérito del discurso de austeridad y honradez que lo llevó al triunfo en 2018, pasa por nunca olvidar que lo único que ganó en esa ocasión fue el derecho y la obligación de tomar las mejores decisiones para el bienestar de sus conciudadanos. Y en tres meses que lleva la amenaza del coronavirus, con la estampida de malas noticias económicas que se ha dado en ese periodo, los mexicanos no hemos visto emerger al líder que se requiere para tan compleja hora.
López Obrador tiene una cita con el destino, pero si equivoca la mano el porvenir que hipotecará será mucho más que su prestigio y el de su proyecto político.
Si no entiende que la vida lo puso en la circunstancia de cambiar sus promesas porque mantener el cero déficit, cero deuda, proyectos de infraestructura que no traerán prontos (eventuales) rendimientos, etcétera, es perjudicar a México, si no comprende eso, entonces de nada habrá servido una carrera política de tres décadas, convirtiendo en vana la promesa de cambio de modelo que millones le votaron hace casi dos años.
Llegó la hora de la verdad. Obligados a encerrarse en casa, temerosos de la noche que se nos puede venir, los mexicanos hacen votos, como en 2018, para que su Presidente lleve el barco a buen puerto.
Si en cambio mantiene el rumbo invariable, si insiste en no dejarse ayudar ni por aquellos que quemaron las naves por él, entonces atestiguaremos el acto más grande de dilapidación de capital político, y el inicio de una crisis sin precedentes en un siglo para México.
Que Dios, cualquier dios al que él se encomiende, le dé la clarividencia de dejarse ayudar por aquellos que están comprometidos con un futuro más igual, pero también –en la medida de lo posible– menos doloroso. Y si no, que a nosotros no nos desampare en lo que duren las consecuencias que esa obstinación sin luces acarrearía para nuestro país.