Hace años, en las oficinas que Enrique Peña Nieto mandó construir en la entonces residencia oficial de Los Pinos, un periodista extranjero recién llegado a México se presentó ante personajes de la presidencia.
La plática bordó lugares comunes hasta que el tema de la violencia, el elefante en el cuarto, por fin ocupó el lugar principal. Entonces, al hablar del "cambio en la estrategia anticrimen", el funcionario priista afirmó que una de las diferencias con el gobierno del panista Felipe Calderón sería que en la administración peñista las Fuerzas Armadas no iban a violar derechos humanos.
Al concluir el diálogo el corresponsal quiso saber si yo había entendido lo mismo que él, que un funcionario de la Presidencia de la República acababa de aceptar que –al menos hasta el regreso del PRI a Los Pinos en 2012– se violaban los derechos humanos. Así había sido.
No está de más recordar que luego de la salida del PAN de Los Pinos no hubo desde el poder civil ningún tipo de revisión de los abusos cometidos por los militares, los marinos o los policías federales que participaron en operativos en donde hubo violaciones de derechos humanos.
En otras palabras, como no hubo ni purga, ni juicios, ni verdadero examen autocrítico de la estrategia ni nada por el estilo, el Ejército, la Marina y la Policía Federal 'de Peña Nieto' eran los mismos que los 'de Calderón'. Y en cuanto a que no iban a violar derechos humanos en el peñismo, pues luego veríamos Tlatlaya, Tanhuato, Apatzingán, Matamoros, Palmarito, Veracruz, etcétera.
Ahora, ese mismo Ejército y esa misma Marina y esa misma Policía Federal han sido presentados como la esencia de lo que será la Guardia Nacional, tanto en el grueso de la naciente corporación, como en la comandancia de la misma.
El futuro que nos espera es el pasado. Esa es la condena por la incapacidad de los gobiernos para reconocer y castigar errores y excesos –ahí está la negativa del Ejército que se niega, semana a semana, a informar sobre sus operativos de los últimos años–; gobiernos que insisten en un modelo que no ha dado resultados pero, eso sí, ha generado violaciones a los derechos humanos.
Hoy el presidente López Obrador incurre en lo mismo que el funcionario peñista frente al corresponsal. Promete que nunca más las Fuerzas Armadas habrán de violar derechos humanos. En prenda va la palabra del tabasqueño, que cada tercer día se compromete a no ordenar represión alguna, pero como ya vimos que la voluntad presidencial no basta, habría que preguntarse si no es un poco una locura que justo al buscar resultados diferentes se ponga en las posiciones de mando a quienes ya mostraron que ni pudieron ser efectivos ni pudieron evitar (menos castigar) violaciones a los derechos humanos.
Al escuchar el jueves pasado a cada uno de los integrantes del llamado Estado Mayor de la Guardia Nacional exponer su hoja de vida era imposible no temer lo peor: con ustedes los mismos que estuvieron, por ejemplo, en el infierno que fue Monterrey, en donde a estudiantes del Tec asesinados por el Ejército, este les sembró armas; o en Veracruz, donde la población lleva más de diez años viendo que los marinos no pueden con los criminales.
Así caminaremos (¿o será mejor decir 'marcharemos'?) hacia el mañana. Dando a los militares la batuta: con el general Luis Rodríguez Bucio, pieza central de las Fuerzas Armadas de Calderón y Peña Nieto, una nueva administración promete que ahora sí todo será distinto.
En realidad, quizá lo único diferente es que ni en el sexenio panista ni en el priista se les dio tanto poder a las Fuerzas Armadas como en la naciente administración. En eso sí estamos ante algo inédito, estamos frente a una nueva hora militar de México.