El presidente Andrés Manuel López Obrador declaró a principios de junio que no son tiempos de simulaciones, "o somos conservadores o somos liberales, no hay medias tintas (…) Se está por la transformación o se está en contra de la transformación del país. Es tiempo de definiciones".
La declaración presidencial realizada en Veracruz no sorprendió a nadie. Desde muy temprano en el gobierno, el mandatario renunció a ponerse encima de las diferencias partidistas. Esas palabras sintetizan la manera de hacer política del tabasqueño: divide siempre, usa el poder de manera faccionaria, pero no sólo busca generar en sus opositores un estigma con raíces históricas –más que gente que piensa distinto pretende que veamos a la oposición como reaccionarios del siglo XIX–, sino que también es una advertencia para las filas de su movimiento: aquel de los suyos que flaquee –según AMLO– se quedará no sólo fuera de la Historia, con mayúscula, sino que ingresará de inmediato en el bando de los neoliberales.
Se acaba julio, mes en que el gobierno de López Obrador libró con solvencia –y en medio de la pandemia– tres lances que eran de pronóstico reservado: visitó a Trump sin deshonroso descalabro; ha trazado un plan de reforma de pensiones apoyado lo mismo por líderes patronales que sindicales; y salieron por consenso los cuatro consejeros del Instituto Nacional Electoral.
En esos casos los peores augurios fueron conjurados. Ni AMLO se robó el dinero de las Afore, ni generó bochorno generalizado con su gira a Estados Unidos, ni apoyó a morenistas que pretendieron descarrilar pulcros procesos legislativos para la nominación en el INE.
Que tal cosa pudiera ocurrir se debe, mayormente, a que no hay tal cosa como una Morena única, monolítica o siquiera uniforme.
Sobra recordar que es cosa normal que en los partidos haya bandos, corrientes e incluso posturas contradictorias. Pero el Movimiento de Regeneración Nacional alberga grupos que si bien son viejos conocidos entre sí, tienen maneras y quizá hasta propósitos muy distintos.
Marcelo Ebrard y el cuerpo diplomático mexicano pudo sacar adelante la visita a Washington con un oficio que se echa en falta cotidianamente en la mayoría de las dependencias gubernamentales, donde los desplantes, arrebatos y altanería son la constante. Si tan sólo fuera una cosa de que tienen malos modos, pero sobre demasiados colaboradores del Presidente recaen, además, dudas razonables sobre su eficiencia e incluso honestidad.
No es que Ebrard sea una perita en dulce o su trayectoria no incluya claroscuros, pero hasta cuando habla en el Palacio Nacional uno recuerda la existencia de funcionarios, digamos, profesionales.
En casilla similar podríamos ubicar a Arturo Herrera. El secretario de Hacienda ha entregado buenas cuentas con la reforma a las pensiones y, de paso, ayuda a su jefe al espantar el fantasma que asustaba diciendo que este gobierno hallaría la forma de apropiarse de todas las bolsas, incluida la de los ahorros de los trabajadores.
Del lado del Legislativo, Mario Delgado y sobre todo Ricardo Monreal han mostrado oficio político y en no pocas ocasiones pudieron amansar las peores intentonas de sus propios compañeros de bancada. Delgado se anotó el mérito de lograr una aprobación ortodoxa, lo que en este gobierno no es poca cosa, de los cuatro nuevos consejeros electorales.
De nuevo: ni Delgado, apéndice de Ebrard, ni Monreal, apéndice de nadie, son políticos de ensueño para un México del siglo XXI. El segundo ha llegado a extremos que le festejan los más radicales, y no es ajeno a aquello de crear problemas para luego resolverlos, pero el punto es que no constituyen, hasta hoy, parte de los mayores dolores de cabeza del Presidente y de los mexicanos.
Monreal, Ebrard y Herrera son, pues, caras de un movimiento que pudiera darle más profesionalismo y rebajar el talante divisorio y estérilmente confrontativo de López Obrador.
Sin embargo, no hay certeza alguna de que en tales perfiles residan las mayores apuestas de López Obrador para el futuro inmediato.
Al acercarse las fechas electorales, grupos con base territorial (cosa que no es el fuerte de Ebrard, Herrera e incluso Monreal) harán valer su peso. AMLO requiere de la operación de esos grupos para renovar su peso en San Lázaro y ganar las gubernaturas.
En medio de la tragedia por la fallida estrategia gubernamental para la pandemia, en julio vimos ejemplos de cómo en Morena hay expresiones que podrían hacer que la eficiencia e incluso la imagen de este gobierno fueran mejores.
Cuando se incremente el fragor electoral, y sean más acuciantes aún las crisis por los muertos y por una economía destrozada, ¿AMLO optará por la Morena que le ayuda a sacar la pelota del cuadro o atizará la hoguera de los ultras que demandan reventar nombramientos o hacer legislaciones contra el capital? Será, es cierto, tiempo de definiciones.
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