La Feria

Las mañaneras

López Obrador es el clásico poderoso que con un lenguaje vernáculo domina a una prensa que no supo modernizarse con las alternancias, escribe Salvador Camarena.

Venimos de una tradición, por llamarla elegantemente, donde un poder omnímodo nos dispensaba claves. Nuestra opinión pública fue troquelada en una cultura (otra vez una palabra excesiva para un ritual manipulador) en la que los periodistas habían de meterse a una cascada de demagogia para cerner esas aguas en busca de pistas sobre lo que en realidad estaba ocurriendo en el país. El brujo mayor tiraba las cartas y los reporteros adivinaban significados.

En términos generales, la era priista creó un deporte: periodistas que, no sin fascinación, competían por traducir al supremo, por interpretar el arcano presidencial para luego divulgar mejor que nadie las palabras del tlatoani. En eso consistía ganar una primicia. Siempre hubo excepciones, ya se sabe.

Las crisis del modelo autoritario tricolor de los años ochenta y noventa, en paralelo al arribo de las nuevas tecnologías, abrieron la oportunidad para que las cosas cambiaran. ¿Cambiaron? La respuesta está frente a nuestros ojos y en nuestros oídos cada mañana.

Con la llegada del nuevo gobierno vivimos en un reality show: en tiempo real, a través de múltiples plataformas, incluida la televisión pública, y con menos mediación periodística que nunca, tenemos en tres meses más comparecencias del presidente ante la prensa que en tres sexenios. Exagero, pero muy poco.

El presidente de la República ha tendido la trampa y era imposible que no cayéramos en ella. Si Peña Nieto salía un par de minutos de su burbuja para regar la sequía informativa de su no gobierno, López Obrador es una lluvia torrencial que todo lo anega con similar resultado: la información se regatea.

Habría que decir que Peña era neopriista y como tal no sabía hacer otra cosa, ni hablar sin teleprompter ni relacionarse con la prensa sin billetes. López Obrador en cambio es el clásico poderoso que con un lenguaje vernáculo domina a una prensa que no supo modernizarse con las alternancias. Andrés Manuel es para los grandes medios mexicanos la dorada ilusión de un retorno, no por imposible menos añorado, a la tierra prometida de los tiempos del sí señor presidente, lo que usted diga pero no me aparte del favor de su vista.

Las mañaneras son el truco de López Obrador que desnuda a esos reyes que de tiempo atrás van sin ropa: nuestros medios.

Escuchar con cierta regularidad las mañaneras permite concluir que no hay otro resultado posible sino el triunfo de la propaganda gubernamental.

Cada mañana de los días 'hábiles' en Palacio Nacional no ocurre un enfrentamiento democrático entre un mandatario y una prensa en demanda de respuestas. Nada más lejano a eso.

Andrés Manuel ha llevado a escala nacional el montaje que tan buenos dividendos le dio en sus tiempos de alcalde capitalino. Como entonces, él pone las reglas, todas, incluso las que simula consensuar; él impone el lenguaje (desde el caló hasta los tiempos que han de dedicarse a los pasajes de su homilía) y él se aprovecha de la debilidad y la división de los periodistas.

-Quién da la palabra, él. ¿Hay derecho a preguntar? No: él tiene el derecho de darte el derecho.

-Si no contesta propiamente, ¿hay derecho a interrumpir? Si dice una mentira flagrante se puede interpelar: No. O al menos la prensa no ha sabido hacer valer su derecho a que se le responda lo que la gente quiere saber.

-Y él se aprovecha de lo que muchos no quieren reconocer: nuestra prensa no es un negocio profesional, sino uno subsidiado desde el poder; que no hay un gremio; que la centralización mediática siempre despreció los problemas, las agendas de las regiones; que 'los grandes' medios nunca han querido aceptar un mercado regido por la meritocracia y verificadores de audiencia imparciales; que buena parte de la información que circula no se obtiene con mejores y valientes preguntas, si no en un trueque de favores.

López Obrador sabe que en nuestra prensa subsisten las taras del modelo corporativo que siempre fuimos: sin el eje del poder político, o de un poder económico, difícilmente sobreviviría eso que llamamos medios. Cuál cuarto poder, hicimos todo para ser sólo un sector más del PRI… y ahora de Morena.

–Los periodistas que van a las mañaneras acuden a una lucha desigual. Si el reportero cuestiona al vocero presidencial, López Obrador hará lo que nunca un dueño de un medio: se pondrá detrás del funcionario y le alentará a engallarse, le respaldará, le felicitará. Literal. ¿Quedó clara la desproporción? ¿Cuántos periodistas de las mañaneras saben que su jefe-jefe se la jugará por ellos? Bueno, a cuántos de ellos su jefe-jefe les ha saludado de nombre o les paga seguridad social completa.

–Los periodistas de las mañaneras no tienen la culpa. Muchos de ellos, estoy convencido, se creen David y creen que podrán hacer caer al gigante. Difícilmente ocurrirá. Sobre todo porque a los jefes mediáticos les conviene todo menos que sus enviados metan un humillante gol al presidente.

Para los dueños de los grandes medios las mañaneras son un juego arreglado: hacemos como que participamos en una rueda de prensa para que el Ejecutivo haga como que informa. Venga el discurso, presidente. Nosotros captaremos la frase pegadora y la repetiremos acríticamente. Nos cansamos que sí, ¿verdad, gansos?

Qué buen invento las mañaneras, deben celebrar los barones de la prensa en el club cada amanecer, inmejorable ritual para que todo parezca novedoso, pero nada cambie en los medios con el cambio.

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