Una marcha es una marcha incluso si quienes marchan son quienes antes –típicamente– se quejaban de las marchas.
Una marcha es una marcha a pesar de que otros crean que el derecho a las marchas se lo habían ganado sólo ellos, los que casi siempre estaban abajo en la rueda de la fortuna electoral y ahora están arriba.
Una marcha es una marcha sin importar que quienes marchen sea mil, doce mil o más de treinta mil. Las marchas no se miden con un calibrador único. No son eventos deportivos. Obedecen a un contexto casi irrepetible. Entender el mecanismo interno de esta o aquella marcha, por tanto, demanda que quienes se acerquen a ellas lo hagan con curiosidad, sin prejuicios ni petulancia.
Las marchas son bienvenidas si no piden cancelar derechos de otros, marginar a otros, callar a otros, impedir marchar a otros.
En casi toda marcha hay pancartas fuera de lugar, excesos o desorden. A veces más, a veces menos. Reducir una marcha a lo que dijo un manifestante denota pereza mental o perversidad discriminadora.
Así como antes se ha intentado descalificar grandes marchas en reclamo de justicia por desmanes de infiltrados o porros, ante esta marcha debería observarse el bosque y no sólo unas cuantas mantas.
¿Ante qué marcha estuvimos el domingo? Frente a quienes viven con desasosiego por el cambio pretendido desde Palacio Nacional.
Hay tensión en el ambiente, y los que marcharon, y algunos otros, tienen dudas sobre las maneras (proyectos y no pocos funcionarios incluidos) mediante las que el nuevo gobierno pretende privilegiar una agenda que combata la desigualdad y termine con la corrupción.
Y esas dudas no serán atendidas. Serán, en el mejor de los casos, minimizadas. Por funcionarios de AMLO, por simpatizantes de éste. Y por el presidente mismo, que ayer sin embargo dio un mensaje más bien sobrio de bienvenida a las manifestaciones en su contra, que no necesariamente a sus reclamos.
En la marcha no sólo hubo ciudadanos: algunos profesionales de la política, de manera oportunista, aprovecharon (¿o generaron?) esa movilización.
Sin embargo, lo importante es qué va a pasar con los más, que son esos que están inquietos por el cambio de la marcha del país. Clases medias y altas que se sienten amenazadas para empezar, porque les cambiaron el lenguaje del poder, el acceso al mismo, la certidumbre de que todo seguiría igual.
Y ahí está la oportunidad para los que marcharon. Ojalá entendieran que el cambio se hizo porque quien creía que México iba bien se negaba a ver que 'el modelo' que teníamos condenaba sin remedio a la mitad de la población a la pobreza. Ojalá comprendieran que en buena medida el llamado a cambiar también fue hecho con respecto a ellos: con la votación mayoritaria no sólo se castigó al PRIAN y se desapareció al PRD; fue sobre todo un basta ya, que también interpelaba a los conformes con esa realidad corrupta.
Nadie puede señalar que los que marcharon es la primera vez que lo hacían. Pero también es posible que sea verdad que esos que marcharon nunca se indignaron (generalizando, de nuevo) tanto como para marchar por los casos de Ayotzinapa, la 'casa blanca', los desaparecidos y las víctimas de la violencia en general (más allá de los casos del 2004 y 2008).
Y hay que recordarnos que una marcha no basta para cambiar algo. Antes no bastó. Hoy tampoco será así. La buena noticia es que muchas veces al salir a la calle por una marcha se descubre que no hay marcha atrás. Que toca seguir. Y eso, de momento, es una buena noticia para México.