Hace solo tres semanas, Michael Barbaro conversó para The Daily, su afamado podcast en el New York Times, con el reportero de ciencia de ese diario, Donald G. Mcneil, Jr.
Para la fecha en que se emitió esa entrevista, Estados Unidos contabilizaba mil 513 infectados y ya era visto como el siguiente gran escenario del azote de Covid-19. Pero los estadounidenses no parecían advertir la gravedad de lo que se avecinaba.
Por ello, Barbaro cuestionó a Mcneil –quien se quejaba que los estadounidenses vivían una especie de negación del problema, a pesar de que la epidemia para entonces ya se había cobrado más de cuatro mil 200 muertos en todo el planeta– sobre lo que tendría que pasar para que Estados Unidos cambiara de mentalidad.
"Bueno, es realmente triste, pero en cada epidemia que he reporteado, ya sea el Sida en África o Zika aquí, la gente no cree que va a darles la enfermedad hasta que alguien que ellos conocen se contagia y la padece. Lo que América puede que esté necesitando es un Rock Hudson moment", dijo el reportero entrevistado.
Mcneil enseguida recordó cómo el VIH fue un tema marginado de la conversación pública en Estados Unidos hasta que en 1985 se supo que el famoso actor Rock Hudson había contraído esa enfermedad. Porque a pesar de que había aparecido en 1981, a los más altos políticos y líderes de ese país les tomó cuatro años, y el que un ídolo de la pantalla muriera de ese mal, pronunciar la palabra 'sida' abiertamente en los medios.
Covid-19 ha estado más de tres meses en las noticias estelares. México ha seguido en tiempo real los estragos que ha causado en China, pero sobre todo en Italia y España, países con los que nos unen muchos lazos y que registran muertes en cifras récord, un día sí y el otro también.
A pesar de ello, y a pesar de llamados de la autoridades mexicanas para cambiar nuestros hábitos, pareciera que estamos urgidos de que algo, que no sea el gobierno, nos saque de las calles, de que alguien que no sean los voceros gubernamentales o los gobernantes, logre el milagro de que la gente se resguarde, incluso a costa de sus ingresos.
Desde el sábado, el gobierno federal ha endurecido su discurso y demanda que los mexicanos se queden en casa. Hay incluso desde ayer disposiciones normativas al respecto.
Sin embargo, la baja en el flujo vehicular en varias ciudades y la poca afluencia en restaurantes y lugares emblemáticos de diferentes destinos no habla de un acatamiento máximo de la instrucción gubernamental de aislarnos socialmente, de que contribuyamos a detener el ritmo de contagios limitando al máximo las salidas de casa.
En nada habrá contribuido a lo anterior el mensaje esquizoide que durante semanas tuvo el gobierno federal, con un subsecretario de Salud advirtiendo la necesidad de guardar sana distancia los unos de los otros, mientras el presidente López Obrador invitaba abiertamente a juntarse con la familia y salir en bola a restaurantes.
Y no es desdeñable el hecho de que millones de mexicanos subsisten cada día de lo que trabajan cada jornada, por lo que dejar de presentarse a sus empleos –informales o eventuales– se vuelve una decisión harto complicada e injusta.
A pesar de todo eso, sin embargo, es evidente el hecho de que las cifras oficiales de infectados y muertes aumentan ya de manera vertiginosa.
¿Qué falta para que todos nos quedemos en casa? Quizá, terriblemente, lo mismo que faltaba el 12 de marzo en Estados Unidos: que alguien famoso nos enseñe con su padecimiento que esto va en serio, que es de vida o muerte, que ya no podemos jugárnosla, así no haya apoyos del gobierno. Ojalá no hiciera falta llegar a ese nivel. Ojalá.