La columna vertebral del proyecto de gobierno del presidente López Obrador siempre fue la redistribución de la riqueza.
Detrás del "primero los pobres" con el que el Presidente cabalgó en varias campañas, había y hay la voluntad de entregar a los marginados dinero, recursos materiales de todo orden, atención prioritaria y, último pero no menos importante, justicia.
Esa agenda, de legitimidad incuestionable, sirvió al político más importante en 30 años para desafiar –en varias elecciones y no pocos momentos críticos de sucesivas presidencias– a un sistema que trataba como un mal menor, un pie de página, el raquítico ritmo con el que los miserables eran incorporados al progreso.
Llegado su turno de ser el máximo dador, antes incluso de tomar posesión, López Obrador mandó hacer un censo de la gente que quiere convertir en su misión. No podía esperar a ser Presidente porque para él era como si los comicios no hubieran terminado. Como si aquel 1 de julio apenas hubiera ganado la primera vuelta de la elección y tuviera que adelantar tiempo rumbo a la segunda, y definitiva, vuelta, que vendría tras ponerse la banda presidencial. AMLO comenzaría a partir de entonces su campaña para convencer a los pobres de que para él sí estaban primero.
El año y medio de decisiones de gobierno tomadas desde entonces permite revisar el único avance que importa al Presidente: ¿están, o al menos se sienten, los más pobres privilegiados por este gobierno?
Cada mandatario mexicano moderno ha de escribir sus memorias a partir de justificar el fracaso. No hay uno que pueda presumir lo contrario. Así sólo fuera por no abatir significativamente el número de pobres, o por la perenne insuficiencia del crecimiento económico, y ya no se diga por la violencia, la falta de justicia y la insultante impunidad de capos económicos, políticos o netamente criminales, pero el hecho es que cada sexenio, de alguna manera u otra, se repite: tenían buenas intenciones, algunas ideas interesantes, pero sus malas cuentas igualan a esos presidentes. A todos.
Al llegar AMLO a Palacio Nacional, la esperanza de que se rompiera el ciclo de la mediocridad era más grande que nunca.
Estamos concluyendo el primer cuarto de la administración y la ilusión se ha topado con la vieja realidad: López Obrador no va bien en el plano de la justicia –las fiscalías no sirven; las policías, menos; las cárceles, lo mismo; la impunidad se ríe de nosotros en la primera plana de la prensa de cada mañana–, y tampoco va bien en la economía, que se ha detenido por decisiones internas (cambio en las reglas de juego que generan desconfianza a inversionistas), y por fenómenos externos (crisis petrolera y colapso financiero por Covid-19).
Así que le quedan los pobres, que no es poca cosa. De hecho, es su cosa. Su tema, su verdadera misión.
Sí hubo un tiempo en que López Obrador vio al gobierno como un ente gestor de proyectos donde convergían intereses privados y públicos. Lo mismo, como el actor que puede modificar las dinámicas del crimen, la corrupción y la impunidad. Y todo ello privilegiando el componente social. El Andrés Manuel de la jefatura del Distrito Federal, con más luces que sombras, fue eso.
¿El AMLO de la Presidencia ya no es eso? Sí quiso, pero otra vez la realidad le demostró que tanto por escala, instrumentos legales (federalismo) y capacidad de gestión de un equipo marcado por la mediocridad, lo que fue no será. Y encima, le cayó la pandemia.
Ante ese panorama, López Obrador no tiene más recurso que volver al origen, y de ninguna manera le disgusta: no se le ve desesperado, mientras que para las clases medias y altas, la opinión pública y parte del mundo su respuesta a la crisis económica luce desconcertante. No es convencional, reclaman. Y tienen razón, pero es que no es para ellos.
Porque en medio de la crisis Andrés Manuel ha emprendido la fase más agresiva de la única política que le quedará. Quiere redefinir el progreso, desde el lenguaje hasta las métricas, que no es otra cosa que pretender cambiar toda la estructura de las relaciones económicas y sociales del último siglo, que no es otra cosa que redistribuir la riqueza.
Esa es su 'transformación'. La grandilocuencia aterrizará de emergencia en medio del colapso económico global.
¿Va a funcionar? No hay dinero para alimentar esa maquinaria de atención a los pobres. No hay recursos porque desde antes no sobraba el dinero, pero sobre todo porque sus políticas son consustanciales a privilegiar presupuestalmente obras y símbolos estatistas (Pemex, CFE) que, necesariamente, ahuyentan al capital.
Mas eso no detiene al inquilino de Palacio, que entusiasmado se encuentra en campaña: dando créditos a la palabra, anunciando un pronto retorno a las giras, afanado en multiplicar las conferencias de propaganda, listo para tratar de reinventar –apenas logre que pase la atención mediática al Covid– un país con nada más que una promesa muy poderosa, justa y, hay que decirlo, cargada de no poco revanchismo.
La nación, contrahecha y dramáticamente desigual como somos, ya no será la misma después de este sexenio. Para bien o para mal. Y quién sabe en qué lugar quedarán los pobres, si en el primero o en uno más abajo de lo que siempre han estado.