Ahí estamos. En el fuego cruzado de bandos sectarios que no reconocen méritos al otro. La fractura define el momento nacional post-2018. Como si la elección, cual sismo, hubiera partido por mitad el territorio, dejando en un lado a los ganadores y del otro a quienes antes habían ganado. Y en medio, una franja de resentimiento y soberbia tan honda que impide puentes o comunicación alguna entre las partes.
Los ganadores creen que no necesitan a nadie, ni a bastantes de los que por ellos votaron; y nunca se les ocurriría buscar a algunos de los perdedores para saber más, para entender más, para poder más.
Los perdedores rumian su rezongo en el reducido terruño que les quedó: los ganadores no debieron ganar, y los votantes ya se arrepentirán de habernos echado. Los perdedores no tienen, tampoco, autocrítica ni por equivocación.
¿Una sola facción puede construir un país como México? Las dos respuestas obvias: 1) hasta los priistas sabían que lo que resiste apoya, que los contrarios complementan, que las oposiciones ayudan a controlar a los propios, a contenerse (en algo) a sí mismo; 2) los que perdieron en parte perdieron porque llevaban décadas en el error en que ahora incurren los ganadores, décadas en que desdeñaron el discurso y la agenda de los otros.
Cada semana trae nuevos ejemplos de la obcecación de ambas partes.
El PAN ha sacado este fin de semana a un bufón del basurero de la historia y con él ha prometido que dará "en la madre" a Morena. Justo lo que necesitaba el país: gasolina para la polarización.
El gobierno, por su parte, continúa su comportamiento pendenciero: con majadería, propia de un mal arriero, expulsa de un comité de Conacyt a Antonio Lazcano, uno de los científicos más renombrados de nuestro país.
En medio, un funcionario es forzado a renunciar por haber llamado valientes a quienes participaron en el asesinato de un importante empresario de Monterrey, en 1973. Polémico el adjetivo, sin duda, pero muchos de estos ganadores y perdedores, por igual, pretenden que tengamos sólo lecturas simples de la realidad presente y pasada. ¿Cuáles? La de cada uno de ellos, que ocurre que encima, casi por definición, anula la alternativa.
El gobierno de López Obrador teme, aunque le cueste trabajo reconocerlo, que su cambio de régimen se frustre. Pero su peor escenario no es fracasar, sino que triunfen los otros. En eso basa su ímpetu demoledor. Si no puedo, si no me alcanza, si se frustra el proyecto, que al menos al regresar no exista lo antes construido, que no puedan retomar la administración donde la dejaron.
La oposición (es un decir) cree que con sentarse a esperar el cortejo político de sus adversarios es suficiente para ganarse el derecho a regresar al poder. Que nada de lo anterior era mejorable. Que nada pudieron haber hecho diferente en tres décadas para que fuera menos desigual el país, menos acuciante la pobreza, menos rampantes la corrupción y la impunidad, menos incontenible la violencia, menos indolente la élite.
Ahí estamos. En el fuego cruzado de bandos sectarios que no reconocen méritos al otro, que a duras penas toleran a los otros. "El problema fue el PRIAN". "El problema es López". "El problema son los compañeros que defeccionaron"… dicen Morena y PRD por igual.
No. El problema es que hay ciudadanos que no sólo no se asumen como bandos, sino que saben que estos sólo deberían ser parte de un esquema político de proyecto de nación, no autonombrarse la totalidad del mismo.
No hay futuro por esta vía: porque si para hacer país unos excluyen a otros, entonces ese futuro no es de todos, es de nadie.