Digamos que hubo una vez un opositor que con genuino ánimo democrático denunciaba que el Ejecutivo federal en turno socavaba la equidad electoral. O digamos que era puro olfato político, que sabía que fustigar la perniciosa influencia que un presidente de la República puede ejercer en campañas mexicanas le hacía ganar visibilidad y le acreditaba frente a una sociedad harta de elecciones injustas.
Como haya sido, ese opositor al final logró su propósito. Sexenio tras sexenio las reglas electorales fueron mejorando hasta garantizar un mínimo de equidad en los comicios, y en una cancha más pareja él supo imponerse primero en una elección local y luego en la presidencial. Y todos felices hasta que llegó el día en que, desde el máximo poder, el otrora opositor nos salió con que pretende competencias no equitativas, con que rechaza la posibilidad de que en las elecciones se le imponga a él lo que antes demandó para sus antecesores.
Una de las obligaciones al atestiguar una realidad donde prima la ambición vulgar y el descaro antidemocrático es mantener la capacidad de sorpresa. No caer en el conformismo ni permitir que inverosímiles contorsiones retóricas de los otrora'"demócratas' obtengan condición de normalidad. Ver a esta presidencia de la República, con sus abogados, legisladores y operadores partidistas acusar en tribunales electorales que se está censurando al jefe del Ejecutivo es, francamente, de pena ajena. Y, a pesar de todo lo visto estos dos años, sorprendente. Tan lamentable como irrisorio. Pero es lo que hay.
Andrés Manuel López Obrador quiere ser Vicente Fox e influir en las campañas. Tanto andar por todo el país, tanto discurso, tanta promesa de que sería distinto para terminar en el mismito lugar que el primer presidente de la alternancia; sí, el primero en fallar en la promesa del cambio, pero por lo visto no el último. Tanto criticó al guanajuatense que ahora lo emula. Chela para Chente.
AMLO festeja sus 41 años fuera del PRI desde una silla en la que se comporta igual que aquellos mandatarios tricolores: le da frío el disenso, le enerva la crítica, le cansa la denuncia por errores o insuficiencias, le fastidia el libre ejercicio de la prensa, le enoja la obligación de negociar.
Andrés, el mejor priista para el siglo XXI; sí, para un siglo donde el modelo priista debería ser sólo un amargo recuerdo, uno que con Peña Nieto terminó de sucumbir. El mejor priista, pero la sombra de un candidato prometedor.
Es curioso cómo López Obrador se aferra a que la mañanera no esté exenta de descalificaciones a sus opositores, de promoción de su –es un decir– gobierno. Es curioso cómo López Obrador no quiere estar a la altura de su pasado. Pero sobre todo es revelador que necesite la mañanera cuando desde julio de 2018 ha tenido todo el poder.
Andrés y los suyos tienen el gobierno federal. Su partido obtuvo el Legislativo. Zaldívar le entregó el Judicial; Morena ganó el DF, Puebla, Veracruz, Tabasco, Chiapas, Baja California, Morelos. Avanzó en muchos estados. ¿Y con todo eso patalea por el show matutino?
¿Será que dos años después no está seguro de tener algo que presumir? ¿Sabrá acaso que sus programas no se defienden solos? ¿Teme que en ausencia del ruido matutino la gente se dé cuenta –la que no se haya dado cuenta– de los verdaderos ropajes del rey?
¿Con todo lo que han tenido saben que sus obras no convencen? Entonces su inseguridad no es de diván, manos, es de antidemócratas: temen al pueblo, más que a las instituciones. Que ya es mucho decir.
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