A México lo encabeza una especie de Luis XIV. A diferencia del Rey Sol, Andrés Manuel López Obrador no es un monarca absoluto, pero así se comporta. El tabasqueño ha conducido su vida violando leyes impunemente. Es un mesiánico que se siente superior a un Estado de derecho porque, en efecto, así se ha posicionado en numerosas ocasiones. Fuese tomando pozos o calles, haciendo marchas o proclamándose ‘presidente legítimo’, doblegó gobiernos a placer, de Zedillo a Peña Nieto.
Por eso no le importa que su propia firma esté estampada en el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (TMEC). Con la misma desfachatez puso su mano sobre la Constitución y juró cumplirla con las leyes que de ella emanan. Es el mismo personaje que proclamó hace no mucho “no me vengan a mi de que la ley es la ley” o el que ha dicho numerosas veces que la justicia está por encima de ésta. ¿Quién define lo que es justo? El pueblo. ¿Y quién representa, habla y actúa por el pueblo?
El tabasqueño decidió que debe discriminarse a empresas privadas, nacionales y extranjeras, para favorecer a Pemex y a la Comisión Federal de Electricidad. Considera que es el mejor camino para el desarrollo nacional. No importa si son ineficientes, corruptas o pierden dinero a carretadas, son empresas del Estado mexicano, y este debe velar por sus propias empresas, no por intereses que (a sus ojos) representan a voraces capitales privados. El estatismo ramplón setentero de regreso en la tercera década del siglo XXI.
Bajo su óptica de que la ley es algo opcional, su rompimiento es negociable. El inquilino de Palacio Nacional cree que puede forzar la mano, orillar a otorgar concesiones, a quien sea necesario, al cabo que cuenta con toda la fuerza del Estado para amedrentar al que se interponga en su camino. Así lo ha hecho con empresarios nacionales. ¿Con los extranjeros? Es cuestión de presentar su postura nacionalista a quién corresponda, Joseph Biden, Justin Trudeau o Pedro Sánchez, que de seguro comprenderán, o en todo caso estarán abiertos a negociar. Porque cada uno ama a su país y entenderá un razonamiento que pone a la nación por sobre empresarios buitres.
Pero resultó que no. El error de Estados Unidos y Canadá fue creer que para el de Macuspana la ley es algo que debe respetarse. Por años, literalmente, buscaron evitar un choque frontal, sin entender que la fuerza es el único lenguaje que entiende López Obrador, porque es el que sabe ejercer. Quien le tomó la medida fue otro demagogo autoritario, Donald Trump. Según dijo hace unos meses el expresidente, “nunca vi a nadie doblegarse de esa manera” (tan rápido y abyecto). Es el mismo que se ha doblado ante mafias criminales por la misma razón: huye de una pelea que considera costosa enfrentar.
Por ahora López Obrador aplica la fórmula que le funciona a nivel nacional: la soberbia, la payasada y la burla. No entiende y menos habla el lenguaje de las leyes y sus procesos. Cree que Biden o Trudeau se preocuparán cuando lo vean poniendo a Chico Che. No entiende que ya pasó el tiempo de negociar por las buenas y que llegó el momento de tener argumentos jurídicos, no desplantes. Con la bandera de la soberanía nacional arropa su soberbia personal, esperando aplausos internos y respeto externo.
No comprende, aún, que no puede negociar esa ley que firmó. Como lo ha hecho tantas veces, se doblará cuando vea la batalla perdida, con México pagando el precio por su demagogia y soberbia.