La calca, el clon o la títere. Apodos crueles pero certeros. No hay una palabra de Claudia Sheinbaum que muestre un pensamiento propio, acción que ofrezca un atisbo de autonomía, propuesta que diverja un milímetro de aquello que haya dicho o hecho López Obrador. Puede estar en Chiapas o Sonora, pero desde Palacio Nacional los hilos son tan invisibles como sólidos, y tiran de ella sin darle siquiera un margen de acción propia, ya no digamos de dignidad personal.
Ha mimetizado al demagogo autoritario y en ese proceso, desaparecido a su persona. Quizá en algún momento de su vida fue una mujer con ideas y convicciones propias pero eso fue antes de convertirse en un satélite, el más fiel en su órbita, de actual astro rey de la política nacional. Subordinación, más bien abyección, que le permitió ascender en la escala de los afectos presidenciales.
Claudia sería, si acaso, una oscura académica de la UNAM esperando la jubilación a sus 61 años, quizá escribiendo arengas progresistas en algún medio marginal, en lugar de ser la candidata de la continuidad (nunca mejor dicho) a la presidencia. Ella lo sabe. El lugar que hoy ocupa se lo trabajó a conciencia con su obsecuencia. El candidato no es Ebrard (ayer tan ovacionado en el cierre de campaña) y menos Monreal, con ideas y trayectoria políticas propias. Ni siquiera el paisano y amigo entrañable de juventud, Adán López, fue juzgado lo suficientemente sumiso por el Licenciado.
La regla de oro del obradorismo para ocupar un cargo es clara: 100 por ciento de lealtad, conocimiento y experiencia opcionales. No se trata de intelecto, carácter o capacidad, sino de ejecutar órdenes sin cuestionarlas. Sheinbaum nunca cometió el error de pensar que le debía el cargo en Tlalpan o la Ciudad de México a los votantes. Jamás tuvo el atrevimiento de poner los intereses de los ciudadanos por encima de AMLO.
Lo que lleva a dos extremos sobre la personalidad de la morenista: se trata de una abyecta maquiavélica o una que se mantendrá obediente aun ocupando la Silla. Presidentes fuertes se llevaron enormes chascos cuando quienes pensaban enanos les mostraron su verdadera estatura: Lázaro Cárdenas ante Plutarco Elías Calles, Adolfo Ruiz Cortines frente a Miguel Alemán, José López Portillo con Luis Echeverría. Pero ninguno había designado a su sucesor esperando obediencia absoluta, menos si cabe demandando la continuación de una ‘transformación’ como la que vive el mesiánico en sus fantasías. Ninguno llegó a Palacio debiéndole la carrera política completa a su antecesor.
Tampoco ninguno tuvo las Cámaras tan acotadas como las enfrentaría Sheinbaum; su agenda legislativa le será presentada el cinco de febrero. ¿El presupuesto? Ya comprometido con los elefantes blancos y pensiones. ¿Los gobernadores? Adictos al macuspano. Lo fácil para ella sería mantener la senda de la obediencia. En caso de tener alguna duda, sería suficiente una llamada a Palenque o quizá preguntar al hijo del Licenciado, quien probablemente mantendría su oficina en Palacio Nacional.
O quedará el camino de pequeñas rebeliones que irán escalando; mordidas, inicialmente leves, a la correa, finalmente desembocando en enfrentamiento abierto. Porque para el Licenciado la obediencia es total o no es.
Escribía Luis Spota que al hombre del poder se le conoce en el poder. En el mismo sentido, dice Robert Caro que el poder revela, muestra a la persona como es en realidad. Si llega a tenerlo, este desvelará el misterio de Claudia Sheinbaum.