Es el triángulo perfecto de la corrupción. Por una parte, papá tiene todo el poder político. Por su parte, sus juniors hacen grandes negocios con su (literal) gobierno. No tienen cargos oficiales y menos están en la nómina pública, simplemente transan y tranzan (las dos) por medio de terceros, prestanombres o socios. Sea vender medicamentos al IMSS, balastro para el Tren Maya o rentar terrenos cerca de Dos Bocas, ahí están, buitres sobre los cuerpos putrefactos del obradorismo, extrayendo dinero a raudales gracias a los contratos que nadie puede negarles.
Ya era hora que les hiciera justicia el esfuerzo paterno. Tantos años anduvo de candidato que tuvieron tiempo de crecer y ejercitarse en el arte de medrar del erario (aprendiendo de un maestro consumado). Quizá papá resiente que no ganó la elección en 2006 o en 2012, pero al menos esos años permitieron a los retoños prepararse para aprovechar al máximo las oportunidades cuando alcanzara el pináculo del poder.
Lo único que tal vez lamente Daddy es que los hijos no le aprendieron bien el arte de la simulación, esa hipocresía siempre aderezada con una fuerte dosis de cinismo. Sí, son discretos en la mayoría de las ocasiones, pero escogieron a intermediarios gustosos de presumir los contratos y la billetiza que se están metiendo. El papá era excelente para escoger a terceros que irían por los sobres llenos de efectivo, para nunca ensuciarse las manos en forma directa; la siguiente generación resultó mucho menos habilidosa a ese respecto.
No deja de ser irónico que Andy, Bobby y sus secuaces se han centrado en sacar dinero de los proyectos emblemáticos de Daddy. La refinería Olmeca-Dos Bocas ha más que triplicado el presupuesto original, y sigue sin producir una sola gota de gasolina. El Tren Maya, un desastre ecológico del que prefirieron abstenerse los reyes de Suecia, lleva más de cuatro veces la estimación original de costo. Solo esos dos elefantes blancos han demandado más de 50 mil millones de dólares. ¿Cuánto de esos sobrecostos se explican por los abusos de los testaferros de los vástagos?
Corruptelas que han destruido la máscara que por tanto tiempo cultivó el padre como alguien honesto e impoluto. Porque López Obrador construyó por décadas una fachada tan falsa como hueca, pero que le funcionó para atraer a millones de incautos que cruzaron su nombre en la boleta electoral. El hombre del Tsuru blanco, la casa sencilla y el discurso de los 200 pesos en la cartera, ahora se la tiene que pasar defendiendo a sus vástagos una mañanera sí y otra también, diciendo que no son rateros.
El edificio obradorista se construyó con dos pilares. Por una parte, la autoridad política, otorgada por el pueblo (bueno, por definición) gracias a los votos. Pero la otra columna era la autoridad moral, el erigirse como blanco (como ese plumaje del ave que cruza el pantano sin mancharse) y puro gracias a su extraordinaria honradez.
La autoridad política sigue ahí, aunque en el ocaso cuando le quedan poco más de seis meses en el poder, pero la pretendida autoridad moral ha sido evidenciada como la farsa que siempre fue. El edificio obradorista se ha derrumbado porque su columna moral ha sido pulverizada por la exhibición de los jugosos negocios de los hijos, aparte de las tantas otras corruptelas de la administración, desde Segalmex hasta la Conade.
Será uno de los varios epitafios del sexenio: Andy, Bobby y Daddy, las generaciones unidas en la ambición desmedida de poder y dinero.