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La costosa soberbia presidencial

Claudia Sheinbaum se ha impregnado a una velocidad pasmosa de soberbia, ese uso de todo el poder para someter o arrasar los obstáculos a su paso. Es digna hija política del tabasqueño.

La presidencia imperial está plenamente de regreso, pilar central del también revivido régimen de partido prácticamente único. El autoritarismo obradorista que inició en 2018 creció a lo largo de los años y en forma acelerada desde septiembre. El sexenio de un mes mostró al presidente saliente aplicando su expandida fuerza política impelido por el triunfalismo y el rencor. Todos los límites que el contrapeso del Poder Judicial había impuesto a sus caprichos (a sus ojos verdaderas afrentas) se los cobró con creces, facturas que sigue reclamando con la misma fiereza Claudia Sheinbaum. Porque autoritaria también termina con ‘A’.

México es de nuevo, como lo escribió Daniel Cosío Villegas hace más de medio siglo, una monarquía absoluta, sexenal y hereditaria por vía transversal. El tabasqueño podía, en los hechos, proclamar la frase pronunciada por Luis XIV: “El Estado soy yo”. Lo hacía en una forma más rebuscada, por supuesto, proclamando que nadie le viniera con eso de que la ley es la ley, o que representaba a un pueblo digno y soberano, y por ello podía hacer lo que mejor le pareciera. Una soberbia personal agigantada por el poder.

La diferencia con la presidenta Sheinbaum es que se ciñó la banda ya con el poder presidencial omnipotente restaurado en toda su plenitud. La segunda monarca del morenato solo tiene un límite: el propio AMLO. En tanto ella siga con los planes que su predecesor le impuso, y lo hace con una convicción que si es actuada merecería un Óscar, tiene la rienda suelta. El nuevo Maximato está procediendo en forma tan tersa como relativamente discreta, con el Jefe Máximo de la Transformación en las sombras.

De lo que Sheinbaum se ha impregnado a una velocidad pasmosa es de la soberbia, ese despliegue de autoritarismo duro, la imposición sin siquiera una pantomima de concesiones, el uso de todo el poder para someter o arrasar los obstáculos a su paso, incluyendo las hoy moribundas instituciones, desde la Suprema Corte de Justicia hasta el INAI. En ello es, sin duda alguna, es digna hija política del tabasqueño.

Lo menos importante, aunque las formas tienen también peso, es que no tiene la gracia, chabacanería, ese toque pícaro que tantas veces usaba López Obrador. Rara vez el oriundo de Macuspana se mostraba abiertamente adusto, seco, ya no digamos claramente molesto. Claudia carece de ese toque de mano izquierda, de lanzar una pulla que neutraliza parcialmente la seriedad de la cuestión.

Lo realmente importante es que esa soberbia traerá costos, como quedó claramente evidenciado con ciertos presidentes del priato. El mejor ejemplo sería José López Portillo, quien en su engreimiento creyó que podía mandar sobre las relaciones internacionales y la economía, aparte de la política interna. No es que ayudara a los sandinistas en Nicaragua, es que se sintió el igual (o superior) del presidente estadounidense, Jimmy Carter.

Ya Claudia se peleó con el Estado español por una exigencia que no vale el distanciamiento con un país hermano. Ya está sacando las navajas con Estados Unidos, tanto por el apoyo a Cuba como por la guerra que vive Sinaloa; se proclama ofendida por un seminario en Harvard. Ofrece gastar más, mucho más, como si no hubiera un déficit fiscal fuera de control. La estatista parece creer que no hay límites presupuestales. Así pasó con JLP. La diferencia es que la soberbia lopezportillista se desató, y estrelló contra la realidad, tras cinco años en Palacio Nacional. Claudia no lleva ni siquiera cinco semanas en el cargo.

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