Presidenta se escribe con “a”, como también autoritaria. Claudia Sheinbaum lo es tanto como su antecesor. Su argumento es tan cínico como falaz: en una elección democrática, la mayoría votó por destruir la democracia. En esa versión, decenas de millones cruzaron la boleta esperando demoler al Poder Judicial y subordinarlo al Ejecutivo. La tan cacareada “Supremacía Constitucional del Poder Legislativo” es en realidad la subordinación a su persona, dado que ella manda sobre diputados y senadores oficialistas. Quien también les ordena, por el momento unido con Sheinbaum en una eficaz coyunda, es Andrés Manuel López Obrador. El tabasqueño prosigue su obra de destrucción desde la sombra pero con extraordinaria eficacia, impelido por el odio y el rencor. Como esperaba, tiene en su sucesora a una leal subordinada.
Sheinbaum resultó, como su mentor (del que absorbió numerosas mañas), el lobo autoritario que se vistió como oveja democrática en tanto estaba en la oposición. En 1991 era una estudiante doctoral en la UNAM que acompañaba a su entonces esposo, Carlos Imaz, mientras este hacía su doctorado en Stanford, California. Ahí se plantó Claudia cuando fue de visita el presidente Carlos Salinas de Gortari en septiembre, con una pancarta exigiendo democracia y comercio justo (Salinas estaba negociando lo que sería el Tratado de Libre Comercio de América del Norte).
La ironía es que Salinas le cumpliría la exigencia. Es improbable que haya sido por Claudia y su cartulina, pero en los años subsecuentes separó la Comisión Federal Electoral de la Secretaría de Gobernación y conformó al nuevo Instituto Federal Electoral con ciudadanos no solo autónomos, sino con sólidas credenciales opositores al entonces todopoderoso Partido Revolucionario Institucional. Quizá Claudia pensó que con su letrero había sido decisiva en la democratización del país como, cuando niña, creyó que había contribuido a la paz en Vietnam porque se había manifestado contra dicho conflicto bélico en otra institución educativa, aquella en la que entonces cursaba la primaria.
El reclamo de Sheinbaum en 1991 sobre la democratización resultó bastante endeble. Quizá cambió de opinión, o más bien “democracia” es para ella un régimen como lo había representado hasta pocos años antes la República Democrática Alemana, uno de los varios regímenes totalitarios y socialistas que ostentaban en su nombre y leyes la tan sobada palabra. Otro fue, paradójicamente, la República Democrática de Vietnam (cambió de nombre en 1976).
Quizá la autoritaria Sheinbaum se ve a sí misma como una profunda demócrata, solo que con una democracia en que rige un gobierno emanado de un partido político dominante, siempre ganador de las elecciones y con una oposición política inexistente o si acaso marginal. ¿Por qué entonces no se afilió al PRI todopoderoso de su juventud, como de hecho lo hizo López Obrador? Quizá porque es una persona que se ubica firmemente en la izquierda ideológica, precisamente una que busca el dominio político por los votos o por la fuerza o, idealmente, con los votos validando lo que ella considera deseable –precisamente como está haciendo desde que se calzó la banda presidencial. Que AMLO se afiliara al PRI durante el sexenio de Luis Echeverría era en ese sentido tan congruente como lo era para Sheinbaum simpatizar con una guerrilla como la colombiana M-19 dos décadas más tarde.
Presidenta autoritaria que se siente demócrata. Eso sí, todas con “a”.