Cuando Felipe Calderón entregó la banda presidencial a Enrique Peña Nieto el primero de diciembre de 2012, la economía de México apenas salía de una recesión de cuatro años. El sector petrolero, que aportaba aproximadamente un tercio del presupuesto federal, estaba en declive, la producción había disminuido en casi un millón de barriles diarios y caía de prisa. Los monopolios y oligopolios hacían que las transacciones diarias costaran hasta un 40 por ciento más que si los mercados fueran más abiertos. La infraestructura de México quedó rezagada respecto de sus pares del mundo emergente; sus estudiantes languidecían en la última posición de la clasificación de países desarrollados. Y más de la mitad de sus trabajadores laboraban duro en la informalidad, con pocos beneficios o protecciones legales.
Mientras Peña Nieto se prepara para entregar la banda a otra persona, el crecimiento ha vuelto, promediando un respetable si bien tibio 2.4 por ciento anual. La inversión extranjera directa también ha regresado, decenas de miles de millones de dólares en automóviles, telecomunicaciones y energía. Pero para que México realmente cambie, el ambicioso proyecto de reformas de los últimos cinco años debe profundizarse. Los otros fracasos del gobierno han socavado el modelo mismo que podría iluminar el futuro económico de México, haciendo que esa profundización sea mucho menos probable.
Peña Nieto lidió con los obstáculos estructurales al crecimiento a través del Pacto por México, forjado por los tres principales partidos políticos, aprobando casi una docena de reformas en sus primeros 18 meses para mejorar la competencia, extender el crédito, reactivar el sector energético, expandir la base tributaria y formar mejor a los jóvenes mexicanos.
Este ambicioso proyecto condujo a victorias reales. Las llamadas con teléfonos móviles ahora cuestan menos de la mitad de lo que solían costar, y el acceso a la banda ancha móvil se ha convertido más en una norma que en un lujo, las suscripciones se octuplicaron a medida que los reguladores debilitaban el control que tenía sobre el mercado el magnate de las telecomunicaciones Carlos Slim. Nuevos ductos y plantas de procesamiento han aliviado la escasez de gas que antes enfrentaba el núcleo industrial de México. Y varios millones de trabajadores han salido de las sombras laborales, con incentivos financieros para las empresas, impuestos sobre nómina temporalmente más bajos y una observancia más estricta para pasarse al sector formal. Millones de mexicanos abrieron sus primeras cuentas bancarias o recibieron su primera tarjeta de crédito; los bancos ahora ofrecen más hipotecas, líneas de crédito y préstamos que antes.
Sin embargo, estos logros representan solo una pequeña parte de lo que las reformas pueden hacer por México. Los beneficios reales para los consumidores, las empresas y la economía solo ocurrirán en el futuro. Tomará años para que los cien mil millones de dólares de inversión extranjera en el sector energético, por ejemplo, detengan la larga caída de la producción con nuevos hallazgos y yacimientos, y para que la transformación de la red eléctrica aumente la producción, baje los precios e incremente la energía limpia.
Los desafíos para los agentes y poderes económicos dominantes recién comienzan: la nueva y ferozmente autónoma agencia antimonopolio COFECE (Comisión Federal de Competencia Económica) ha emprendido docenas de investigaciones en el transporte, el azúcar, los medicamentos, los taxis aeroportuarios y los administradores de pensiones, pero los precios más bajos, la competencia y la innovación de este nuevo capítulo todavía están por venir.
Los cambios en el aula apenas han comenzado. Un nuevo plan de estudios que migra desde la memorización hacia el pensamiento crítico y el aprendizaje social y emocional se implementará en agosto, los beneficios serán para la próxima generación de estudiantes mexicanos.
Desafortunadamente, sin embargo, la paciencia del país se ha agotado. El gobierno prometió ganancias rápidas, un crecimiento del PIB del 6 por ciento y una disminución drástica de la pobreza, lo que dejó a muchos mexicanos desilusionados. Los abismos geográfico económicos de México continúan ahondándose, la acelerada productividad y las sólidas tasas de crecimiento económico del norte, vinculado con el TLCAN, dejan atrás a los estancados estados del sur. En ese sur, decenas de millones de mexicanos, alrededor del 40 por ciento de la población, todavía enfrentan una pobreza arraigada, pues los buenos empleos siguen siendo escasos, y la delincuencia y la migración se combinan para desgarrar a las comunidades.
La mala gestión fiscal y la avaricia han erosionado aún más la confianza pública. Rebasando el presupuesto cada año en decenas de miles de millones de dólares, la administración de Peña Nieto dejará a México mucho más endeudado que cuando lo recibió, con una deuda que pasó de un tercio a casi el 50 por ciento del PIB. Y su gobierno gastó mal: la inversión pública se ha desplomado a sus niveles relativos más bajos desde la década de 1940, pues casi toda esa generosidad se destinó a salarios y beneficios o desapareció en manos privadas.
El derroche de esta administración y la desbordante corrupción han ensombrecido el consenso económico general de los últimos 30 años. Es cierto que el segundo y el tercer candidato en las encuestas presidenciales, Ricardo Anaya de la coalición Por México al Frente y José Antonio Meade del PRI, respectivamente, prometen continuar con políticas favorables al mercado, incluso ante un presupuesto limitado por la deuda y una credibilidad maltrecha. Sin embargo, eso no puede decirse del populista que lidera las encuestas, Andrés Manuel López Obrador. Los defensores de la sociedad civil y de la transparencia y las instituciones públicas fuertes e independientes encuentran poco consuelo en algunos de sus recientes pronunciamientos. En su campaña, AMLO ofrece regresar a un tiempo de subsidios empresariales, propiedad estatal y autosuficiencia agrícola. En repetidas ocasiones ha cuestionado los contratos de energía e infraestructura (incluidos los que apuntalan el nuevo aeropuerto de trece mil millones de dólares de la Ciudad de México) y promete cancelar la reforma educativa en curso.
Si eso sucede, la promesa aún no realizada de un crecimiento más rápido e inclusivo, y de un México más competitivo y próspero, podría desvanecerse aún más en el futuro.