La música de ambiente levantaba vuelo. Los meseros desfilaban las albóndigas de camarón en caldo de tomate y las almejas chocolatas desviaban permanentemente mi atención.
La intensidad de sus mensajes en Instagram me despertó muy temprano. Casi siempre paso de incógnito por la ciudad, pero en esta ocasión se enteró de mi visita por un video. Me mandó la foto de “La era Microglobal 2.0”; mi último libro publicado tomado en sus manos como testimonio de su lectura. Me pidió la firma, accedí. Fue un acto mínimo de cortesía.
Me mandó una foto de almejas con queso fundido y arroz rojo por Instagram con el libro, en señal que ya estaba en el lugar el joven de nombre Josa. Me dio mucha hambre; llegué a las dos de la tarde, un poco más tarde de como habíamos convenido. Se quitó el cubrebocas y lo reconocí a lo lejos. Le firmé el libro, conversamos unos momentos mientras me entregaban mi mesa y nos tomamos una fotografía. Me despedí agradecido.
Me dirigí a una mesa de la esquina de la banqueta. Apenas estaba acomodando mi silla cuando noté que alguien con velocidad se me aproximaba de lado. Guardé calma.
Cuando di la vuelta a mirarlo, el joven cubierto por un cubrebocas negro, tomó la silla lateral de donde yo me encontraba y sin preguntar siquiera si podía sentarse, se instaló en la mesa con camaradería e incluso con agresividad contenida.
“¿Puedo saber por qué apoyas a Andrés Manuel López Obrador? La verdad, Levy, dime, porque yo te seguía en Twitter y ya dejé de hacerlo, dime -acentuaba con insistencia-, ¿de verdad estás de acuerdo con lo que este gobierno está haciendo?”.
Empecemos por lo natural y por la cortesía: ¿Cuál es tu nombre?, le cuestioné.
Se puso un poco nervioso y me contestó. En realidad no le puse atención al nombre, sino a la actitud.
“Pero bueno, Levy, ¡ya contesta!” Él subía cada vez más la voz. Yo en consecuencia la bajaba más.
Mira, justamente porque no me lees y −lamenté con aflicción irónica el que me haya dejado de leer en redes− no puedes enterarte de cómo pienso, le dije. Pero por supuesto −continuaba− que no estoy de acuerdo en muchas cosas que están sucediendo en México y cómo se están implementando. La única diferencia es que no critico, actúo. No se trata de destruir sino de contribuir.
“¡Entonceeeeeees, ¿por qué lo defiendes?!”, gritó ofuscado sin ser sensible al tono de su voz. Las personas de otras mesas notaron la conversación y estaban ya pendientes.
¿A qué te dedicas?, le cuestioné con respeto y prudencia.
“Soy candidato”. Ah mira, le reviré. Y, ¿de qué partido?, insistí.
“De RSP”, dijo. Ah, ¿Redes Sociales Progresistas? ¿El de Elba Esther Gordillo?, volví a preguntarle.
Su voz bajó de tono inmediatamente, su rostro se notó adusto e incómodo y comenzó a ponerse rojo en señal de que la conversación había terminado. Los cuestionamientos de moral que estaba intentado darme, se convirtieron en esfuerzos por enseñarme repentinamente sus fotos en su teléfono sobre los mítines y pancartas que hacía en el Malecón de La Paz, en Baja California Sur.
El sol estaba cada vez más intenso apoderándose de la poca sombra que le quedaba a mi mesa. Es el típico clima de La Paz, en esta época.
“Oye, Levy, pero yo sólo estoy usando al partido, luego lo voy a dejar, porque estarás de acuerdo que lo que hizo Lily Téllez en Morena es algo lógico. Usemos a los partidos”. Intentó justificarse antes de levantarse de mi mesa.
Ese era el joven candidato de no más de 36 años que me estaba cuestionando. Simplemente no podía dejarme de asombrar por lo surreal.
Me impresiona que como México, decenas de países siguen apostando a partidos como trampolines para su beneficio personal, porque no entienden la importancia de los sistemas para la creación de valor colectivo.
La vieja política es la lucha entre grupos que se oponen y su éxito consiste en el fracaso del otro. Hablan de lo que pueden hacer en el futuro pero no son capaces de mostrar eficacia con sus recursos y en el presente. Las soluciones las crean con presupuesto, pero jamás se atreven a hacerlo con sus recursos.
El joven candidato se quedó en silencio y se retiró con respeto de mi mesa, porque supo que la discusión estaba muerta. Cuando finalmente se fue, pensé que hemos normalizado lo anormal. Normalizamos la frivolidad y la ignorancia. Normalizamos que un candidato venga a reclamarme como ciudadano a mi mesa, en lugar de yo pedirle respuestas al puesto que aspira.
Es hora de normalizar una nueva política. La vieja, ha fracasado porque siempre promete más de lo que puede entregar.
Gracias al candidato que conocí en el famoso restaurante Bismarkcito, volví a comprobar que las palabras mueven, pero los ejemplos de los hechos, arrasan.