Simon Levy

El profesor de Hyde Park

Hydepark, como Londres, estaba completamente vacío. Sin embargo, la conversación entre el autor y su interlocutor, se convirtió en el solaz de una claridad ausente en últimos meses. En efecto, siempre hay un maestro para quien lo busca.

El camino estaba señalado por las copas de los árboles que estaban completamente desnudas; todo estaba teñido de un festival monocromático donde las nubes abrazaban a las ramas −que sin hojas−, tenían alma, pero no mostraban vida.

En ellas ya no estaban suspendidas las palomas; tampoco deambulaban por ahí los patos colorados de antaño. Ahora, en esa ciudad que hibernaba ya no por la espera de la primavera, sino por la terminación del coronavirus, sobrevolaban cornejas negras y cuervos que hacían guardia a las sombras.

Él, iba apareciendo lentamente desde Marble Arch y su presencia solitaria, contribuía a atestiguar la ciudad fantasma que la pandemia había convertido.

Llegó justo a la hora programada. Entonces, gracias al bajopuente subterráneo de Aldford Street, cruzamos juntos la avenida Park Lane y al subir la rampa de concreto tapizada de hojas amarillas, apareció la superficie grisácea junto a las ráfagas de viento. Empezamos luego a caminar por el parque.

Suspiró como telón de inicio y luego guardó unos minutos de silencio mientras descansaban sus manos entrelazadas tras su espalda baja.

"Sin humildad el ser humano pierde las más importantes formas de reinventarse y las lecciones para avanzar en el tiempo" − inauguró así, la conversación.

No entiendo. He venido a pedirle un consejo, y sin siquiera empezar, ha comenzado usted a decirme cosas que ni siquiera he preguntado. Le espeté.

"En eso consiste la humildad -me dijo-, aprender a escuchar lo que no quieres, antes de decir lo que necesitas".

"Para encontrar las respuestas acertadas, requieres comprender que solamente el tiempo y lo inevitable nos permiten tener una estructura en la que −al final−, uno se identifica y se soporta como es. Eso no es un fenómeno nato, es decir, el aceptarte. Aceptarnos forma parte de un proceso doloroso, pero inevitable".

Mi grueso suéter gris y mi abrigo, renunciaron por incapacidad, a cubrirme del viento helado que comenzaba a calar mis huesos. Entonces, aparecieron los primeros transeúntes de la mañana, mientras seguíamos caminando por la plaza de las banderas que flanqueaban al emblemático arco de mármol.

"Cuando te marchaste, te fuiste de un mundo que no te gustaba nada". Prosiguió con plena provocación. "Tu viaje a China equivale a haberte ido a La Luna; te fuiste porque tenías problemas con tus orígenes; con aceptar la imposición exterior".

¿Entonces huí maestro?, le pregunté con un dejo de vergüenza.

"No", respondió "fuiste a encontrarte". "Las lágrimas de Pekín lejos de destruir, te construyeron".

Era el segundo día de un viaje determinante. Seguía intentando preguntar, pero preferí atender la vibración de sus mensajes. Uno, con el tiempo se va dando cuenta, cuando los momentos especiales de la vida, aparecen.

"Tú eres como el agua: siempre buscas por donde salir. Como el agua, siempre encuentras el camino". Seguía describiéndome.

¿Cómo entonces creo las circunstancias que necesito?

"Gandhi decía que cuando no se tiene el poder −pero se tiene la razón−, lo único que hay que hacer es provocar un error del enemigo, hasta ganar. Eso es lo que haces tú". Respondió.

"Ahora sí, sigue con tus preguntas".

Pero, ¿cómo es que se da cuenta de todo esto, en dónde lo observa?

"En tus ojos. Ahí está escrito todo. Si lo que vives no te gusta, transfórmalo, pero nunca lo niegues porque ese es un delito de alta traición. Nunca te pelees con la realidad.

Recuerda que solo tienes el poder de destruirte, pero no el poder de escapar de ti".

Hydepark, como Londres, estaba completamente vacío. Sin embargo, esta conversación, se convirtió en el solaz de una claridad ausente en mis últimos meses. En efecto, siempre hay un maestro para quien lo busca.

La Covid-19 nos aisló de todo: el bullicio, el movimiento, la frecuencia de la normalidad extinta para llevarnos a una extraña y violenta etapa, en la que hice alquimia para convertir a la soledad, en la mejor fuente de reflexión. Apenas, en el segundo día de un viaje inesperado, los mensajes estaban llegando.

En esa mañana, la vida convirtió a mi compañero de viaje, en ese profesor que tanto estaba necesitando y cuando aprendí cómo preguntar, llegaron las respuestas.

La mayor causa de extraviarse para siempre, es rechazar ser lo que somos para ser lo que necesitamos. Tiene razón y mucha, mi profesor de Hyde Park.

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