El gran poeta alemán Rainer Maria Rilke subraya las ventajas que tiene apropiarse de la muerte, familiarizarse con ella, lo cual no quiere decir obsesionarse por ella. En realidad, la muerte anónima, que cultiva la sociedad de consumo, solamente conduce a la vida anónima, despersonalizada, deshumanizada. Es una gran alienación nunca pensar en la muerte, vivir como si no existiera, o solo pensar en ella en función de los seguros de vida, que en realidad son seguros de muerte. Algunos buscan en vano ocultar su miedo en la diversión la huida y el escapismo.
Según Rilke, si le tenemos miedo a la muerte es porque no hemos sabido cultivar la muerte que cada uno de nosotros lleva dentro. Humanizar la muerte es comprender y vivir su sentido. La pregunta por el sentido de la muerte surge de modo apremiante e ineludible. Al presentarse la muerte como lo último y el fin de la vida, le da a esta el sentido y la finalidad última.
Todo ser humano tiene que asumir una gran tarea, encargarse de su vida, aprender a vivir. La muerte nos impulsa a vivir una existencia más auténtica: aceptar nuestra finitud, apreciar nuestra condición itinerante, relativizar la acumulación de bienes y las funciones sociales, descalificar los egoísmos y el afán de lucro, a no desperdiciar el tiempo, sino disfrutar la seriedad del momento y la tarea presente. Buscamos explorar el rostro de la muerte y descubrir lo que nos enseña con su silencio y su mutismo. La celebración del día de muertos nos ayuda a recordar, a llevar al corazón, la memoria de nuestros seres queridos.
Muchos pensadores antiguos y modernos, señalan que la filosofía, el amor a la sabiduría, posee entre sus principales funciones el aprender o enseñar a morir. En el fondo, aprender a morir es aprender a vivir, lo cual implica dar a la vida una finalidad, una dirección y un sentido, que va más allá del instinto de conservación y cultiva el instinto de superación.
El hombre no limita su actuación a satisfacer las necesidades básicas de supervivencia, sino que procura conferir un valor y un significado a su vida y a su muerte. Incluso en momentos en que la vida parece perder su sentido, en épocas de crisis y de decadencia, aparecen la ansiedad, la inquietud y la angustia como testigos paradójicos de que la búsqueda del sentido, del valor y la exigencia de un fin y de un orden, nunca desaparecen de la mente y del corazón humano. De hecho, la muerte es un evento que hace surgir legítimas preguntas sobre el ser y el quehacer del hombre. La muerte no es solo un gran signo de interrogación que abarca toda la vida, sino una realidad que plantea numerosas incógnitas.
Ante todo, conviene considerar el marco de la condición humana, su vocación itinerante, ya que la muerte está en el camino. Pero ¿qué es la muerte? ¿es algo puntual, o más bien un ingrediente de la vida? Su rostro es enigmático, pero también polifacético: la muerte es algo lejano y cercano, amiga y enemiga, natural y antinatural y ejerce una función crítica para el hombre y para la sociedad.
Hay que tener presente nuestra condición mortal, como viajeros, como de paso en este mundo, seres peregrinos que avizoran siempre en el horizonte a la muerte, que nos ayuda a caminar sabiamente sobre la tierra. El poeta español Jorge Manrique utiliza la metáfora del río: "nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ que es el morir". Los ríos son para Pascal, caminos que caminan. La esencial del río es no estancarse, siempre fluir, siempre correr, precipitadamente en los rápidos, reposadamente en los remansos, pero siempre, continuamente, constantemente, avanzar. ¿Se puede tener un reposo, como sugiere el epitafio romano?: ¡Detente, caminante! Detente en el espacio, no en el tiempo, la condición itinerante nos lleva siempre a avanzar. En todo caso, el ser humano no tiene aquí residencia permanente, ni se encuentra en esta tierra como en su casa, "ser es estar en camino": no estar instalado, siempre avanzar, estar atento y vigilante a las señales del camino y a los riesgos que este implica. Para el peregrino sería absurdo si el camino condujera a la nada, si desembocara en la aniquilación. La meta, el fin, la culminación del camino no serían ni meta, ni fin, ni culminación, carecería de sentido. Es importante estar a la búsqueda de un fin, más allá del cual no valga la pena prolongar el camino. Estar abierto a la novedad y al sentido de lo invisible. La meta, empero, ilumina todo el sendero: en el claroscuro de la fe brilla la esperanza.